martes

WILLMER ECHEVERRY Y HOPPER

jueves

¿QUIÉN LLEVA MÁSCARAS EN POESÍA?

Bajo el gracioso nombre de “Máscara contra Máscara: ¡Vale Todo!

Nos reunimos anoche, miércoles 13 de febrero de 2008, un grupo

de animados poetas para leer inéditos textos de diversas cosechas

y distintas texturas. Los más sorprendentes quizá por su carácter

enigmático y a la vez pictórico (son cuadros para armar

mientras se degustan) fueron los leídos por Willmer Echeverry.

Delacroix y su impresión de guerra, podrían ser un bello parte para contar qué pasó anoche en la reunión literaria. Asistieron algunos estudiantes de lingüística de la Universidad Distrital en la fría Bogotá de siempre, a una cuadra de la entrada principal de la Jorge Tadeo Lozano.

No era el frío lo que ajejó al resto del público, sino más bien que allá, en la Universidad vecina, se había convocado a encuentro literario con los pesos más pesados de la poesía nacional. Y nosotros sólo llevamos veinte años en silencio. O por lo menos eso nos lo hizo saber, de su parte, el buen y sorprendente poeta Willmer Echeverry. Casi veinte años en el ostracismo, en la meditación, en el auto exilio dedicado a escribir siete poemarios hasta ahora inéditos, de tan buena factura, que cualquiera caería de la silla.

El asunto en poesía, es que deben pasar muchas cosas: deben pasar todas allí mismo y el vedetazgo, se queda para unos pocos. Aquí sí podemos hablar de obras en marcha, de limpia luz sin ir a tientas, de grafías enigmáticas y detonantes de una lucidez, al decir de René Char, el poeta francés de la resistencia, que está mas cerca al sol.

Nos reunimos, pues, ingenuamente, a esperar el público que previamente habíamos convocado sin afanes, entre amigos. Pero llegaron devotos nuevos a escuchar qué es lo que se viene fraguando, pasando por alto a Juan Gustavo Cobo Borda, a Darío Jaramillo Agudelo, a Ramón Cote Baraibar y a Juan Manuel Roca. Y se fueron satisfechos.

A ellos los encuentran en vidrieras, a nosotros, frente a ellas, tratando de romperlas. En el extracto de su poemario “Y los Perros Aprendieron a Cruzar la Calle”, Echeverry insinúa la delicia de quebrar los vidrios; y eso a mi me consta, cuando – luego de la derrota del amor – quiso buscar por mi, la casa de la que mal pagó. Lo de Willmer es poesía de acción, de símbolos, llena de color y enigma.

Ya no vuelvo entonces a preguntarme ¿para qué la poesía? (haciendo eco a cierto poema de Pablo Estrada) pues vuelvo a casa convencido que es esto para el deleite de los sentidos, sin mas ni qué, sin limpiar las botas de las editoriales.

A Larry Mejía se le ocurre ahora que sería bueno alquilar un lugar como el de Manuel Giraldo (el escritor que nos acogió en su casa anoche) y formar un colectivo en el que estemos todos y que sería la casa de los que antes tropezaron con barreras.

Los soldados que pintó Delacroix, han robado piezas del uniforme militar que hallaron entre cuerpos sin vida, en la dantesca escena. Nosotros, en una suerte de Golem, nos levantamos sobre esta tierra de desdenes, a otear el horizonte.

Manuel Giraldo, réferi en el encuentro poético que llamamos “MÁSCARA CONTRA MÁSCARA: ¡VALE TODO! comenta que está intentando gestionar la publicación de una antología de los escritores que han pasado por su café libro “DE SOBREMESA” y que la idea fue bien acogida por Mery Yolanda Sánchez, secretaria de la gerencia de literatura en el viejo Instituto de Cultura.

Echeverry recuerda que hace casi 20 años atrás hizo por última vez una lectura pública de sus textos. Eso por elección, pues aunque se codeó con el séquito de Roca y fue publicado dos veces en el extinto Magazín Dominical del periódico El Espectador ( en donde muchos de los de la generación de ésa época lejana queríamos aparecer con nuestros textos) escogió concentrarse en sus lecturas y en su oficio de poeta y de artista conceptual, con buenos resultados.

Willmer Echeverry dará mucho de que hablar en estos próximos meses. Lo aseguro. Me endilga culpas magníficas a mí, que no he hecho otra cosa que animarlo a publicar, justo en el momento en que las puertas editoriales son tan difíciles de convencer para publicar hombres del común, como nosotros, o que la única oportunidad de engrosar un catálogo se haya ido con el posible viaje de Fernando Denis, fuera del país (Denis, un buen poeta metido de editor recientemente).

Si alguien se llevó la máscara de la poesía, sin duda fueron los asistentes, innegables ganadores. Nosotros, la bonita honra de un sencillo homenaje a nuestra búsqueda estética, de espalda a lo que sucedía entre tanto en el otro cuadrilátero.

De fortuito nos hallamos juntas dos generaciones apenas subsiguientes una de la otra. Pablo Estrada con música de fondo, Larry Mejía con las manos heridas por macetas y cinceles, Rafael Serrano con sus espejismos de úpiros alados y Willmer Echeverri, un poeta de talla abstracta, el último de los poetas de la imagen, un pintor que ríe como reía Delacroix, de los horrores.

HOMENAJE A HUMBERTO MONROY


Un homenaje a la banda pionera del rock colombiano y a través de este, un modesto homenaje a su gestor, “el maestrico” Humberto Monroy, nos deja varios sabores en el alma; lo que fue, lo que ocurrió, lo que pasó luego de la tormenta y una herencia, en palabras del mismo músico, para decirles a los hijos que ahora él es “pasto para bestias”.
Se realizó el jueves 7 de febrero en el café libro internacional De Sobremesa, de propiedad del escritor Manuel Giraldo, Magil, en frente de las Torres Blancas, en el centro de Bogotá, un homenaje al rock nacional tan sencillo y con tan pocos asistentes que puede uno creer que esto del rock nacional es cosa de iniciados o de voyeuristas minuciosos.
Aunque buscaron invitar a Cosme Castañeda, músico de planta de la banda más emblemática de los inicios del rock colombiano y que se previó que parte de la presentación la hiciera el célebre Dr Rock, de nombre Gustavo Arenas, sólo rendimos tributo a esa memoria esencial de la historia colombiana, un puñado de amigos –entre curiosos y desentendidos– al son de unos arreglos magníficos que el dueto a cargo preparó para la ocasión.
Me pregunto en qué momento y porqué, la historia del rock nacional se volvió un asunto fragmentado, anecdotario incierto de rumores e imprecisiones y cómo es que ante tan íntimo y delicioso contenido textual e instrumental emprendido hace cuarenta años por el grupo de Monroy, esa obra no es siquiera pieza de colección en el país y en cambio sí es un bocado de cardenal para aficionados furibundos y coleccionistas ansiosos en mercados de México, Estados Unidos y Europa, fieles a lo que hoy llaman “vintage garage bands”.
Un dueto singular, acendrado en las composiciones de Humberto Monroy, cantante y fundador de dos de las legendarias bandas pioneras del rock en Colombia (Los Speakers y Génesis) fueron el centro de una noche efímera pero animada, que quizá no se vuelva a repetir, a pesar de lo que algunos quisiéramos para bien de la memoria de este territorio del desdén que se llama Colombia.El acertado, buen bajista, Alfonso Chacón (Pocho) y el legendario baterista Jorge Latorre (KCh), ahora metido de cantante y guitarrista, ofrecieron uno de los recitales que deben quedar para la memoria, por cierto endeble, de las buenas cosas que le pasan a esta ciudad y a este país.
Latorre rememoró varias de las canciones que hicieron famoso al grupo musical que tan famoso fue desde los sesenta y que en su mayoría son composiciones originales del mencionado Humberto Monroy. Para la docena de asistentes, estos temas resultaron una balsámica expedición hacia la a veces llamada por expertos “década prodigiosa”. Para algunos de ellos, descubrimiento, para otros, memoria, para los menos, intriga.
El rock en Colombia nació en la casa del un poco nervioso vocalista, Jorge Latorre, como él mismo lo ha contado varias veces y el discreto titubeo lo hizo notable esta vez, pues su costumbre y vocación está especialmente en la batería y no en las posiciones de acordes aprendidos quizá directamente del mismísimo Monroy.Cuando Latorre me invitó a su apartamento de un lejano 1996, en el barrio Bochica, en el noroccidente de la ciudad, lo más notorio al ingresar allí en ese entonces no fueron los acetatos de las bandas con las cuales grabó durante décadas agitadas, ni las flautas que se registraron en esos mismos surcos, ni el sombrero de Carlos Pizarro (tesoros todos que conserva con fidelidad a ideales y a historias pretéritas) sino el libro dispuesto en el sofá como quien lo ha dejado allí para un pendiente de cosas por hacer: un método que decía: “Cómo Tocar La Batería”.
Le pregunté entonces el porqué de un libro así en poder de un veterano de los tambores, probado en innumerables escenarios y con más de una decena de grabaciones profesionales en su haber y entonces me respondió que un músico jamás debía parar de estudiar, incluyendo los rudimentos que creía asegurados.El hallazgo fue feliz y me tranquilizó, pues también yo era y sigo siendo, un estudiante incansable, a quien le falta todo por recorrer en música. Ahora lo encuentro como guitarrista y cantante. Cuando interpretó el clásico La Casa Del Sol Naciente (tema del cual explicó que se trataba de un “spiritual” negro adaptado por la banda The Animals y trasladada al castellano por Humberto Monroy para los Speakers) vinieron a mí los recuerdos del Jorge Latorre profesor de primaria en un colegio campestre en Cota, un bonito pueblo a las afueras de Bogotá, sentado en la parte de adelante del pequeño bus escolar que nos llevaba por barrios del norte, de Unicentro a Cedritos, pasando por la 119, cantando esta misma canción, mientras los pequeños dormitaban o le veían atónitos.Y es que conocí a Jorge Latorre en avatares de la docencia, cuando coincidimos en el Colegio Duque de Winsor (de propiedad de su madre) mientras él era profesor de Literatura y enseñaba a los párvulos el poema de Gonzalo Arango, titulado El Tesoro y era yo el profesor de Inglés, gran reto en una institución bilingüe.Allí conformamos sendos equipos de micro-fútbol, y aun cuando he sido negado para ese deporte, me atrajo bautizar el onceno como Vampires, en tanto Latorre comandaba El Atlético Muisca.
Quiero contar, digamos aceptar, que las leyendas también hacen lo que todos alguna vez hemos hecho y pasado: trabajos, penurias, vicisitudes, amores fallidos, encantos y desilusión.
La rectora de ese colegio campestre hubo de ceder su máquina de coser hacia el año 61 o 62, para colaborar con una causa de aventajados profetas sin barba: la fundación de un grupo rocanrolero que llevaría el nombre de Los Dinámicos que ya incluía a Humberto Monroy y que luego se fusionaría con otro grupo para consolidar la ahora legendaria banda pionera del rock local y nacional Los Speakers.
Puesta la Singer en una casa de empeño, Humberto Monroy decidió vender su colección de cómics a las puertas de teatros del centro de la ciudad y que incluía títulos como Archie, Tarzán y Periquita.
Con esos fondos pidieron traer amplificadores directamente de Inglaterra, que ingresaron a lomo de mula por San Antonio del Táchira en la frontera con Venezuela. Al tiempo pidieron fabricar guitarras idénticas a las de los Beatles y por consejo del ebanista a cargo de la talla, se metieron a conseguir cerca de 30 pequeños imanes para elaborar los fonocaptores y que sólo pudieron hallar en los auriculares de los teléfonos públicos del barrio Chapinero.
Jorge Latorre originalmente fue el roadie de la banda Los Speakers; es pionero en un oficio no siempre agradecido que entre cosas consiste en afinar, cargar y acomodar los instrumentos en el escenario, antes de que salgan los músicos, y también ser un supervisor de que todo marche bien en materia de sonido y un estratega ingenioso que prevé y/o cubre cualquier imprevisto. Es un “todero”.
Quizá por ello Latorre, KCh como le conocen en el ámbito artístico, presentó un recital informal, pero impecable. Por ello tal vez, por su ánimo inquieto de “todero”, es como ha irrumpido como “stand up comediant” o lidera la banda Los Cheacles, además de ofrecer recitales didácticos o bandas especializadas como la que tuvo con el mismo Alfonso Pocho Chacón, de música del Brasil, llamada Berimbao.

viernes

LIBAR LO BUENO DE LA VIDA

A propósito de dos encuentros literarios sucedidos
en la semana que terminó: uno oficial, publicitado y remunerado
y otro antagónico, pensado para un grupo de amigos
y a pérdida económica, el autor propone el primer texto de
una serie reflexica en torno al sentido que tiene escribir.Vieja obsesión.
Pasar con escritores significa libar lo bueno de la vida misma. Errar, vagabundear equivocarse. Se fraguan planes que en los mejores casos se logran, pero las mas veces son espectros y expectativas lejanas. Latencias de un mundo a la deriva. Pero es delicioso. No renuncio. Si de renunciar al ámbito se tratase el asunto, sería esto de obviar lugares comunes, afeites y sobre todo las poses de lo que no es pero parece que obedece a un ritual para muchos obligado. Para los menos, caduco. Y en ello consisten esas reuniones legítimas de juntarse a hurtadillas del trabajo, la familia y otras parcelas. Fugarse para planear mejores vientos.
Se han olvidado de uno como yo, los menos. Que fui de tertulia en tertulia, de recital y conferencia como en cercano carrusel y les conocí de nombre y a veces de lectura e incluso de amistad conclusa. Los escritores. Pero no es eso primordial. Es cierto que mi aspecto cambió de rockero resuelto a monje tibetano, pero mis palabras son las mismas. Los encuentro de vez en vez en algún lugar y aunque me alejé por conveniencia de sus lugares donde reunidos parecían posar para una fotografía inmortal, al hallarlos otra vez son gratas sus presencias, sus esencias, cada vez mas centrados en el oficio e incluso en la cordura que la tozuda convivencia marital o la invencible cotidianidad proponen.
De ese modo di una vez más con José Luis Garcés Gonzales, con Javier Huérfano, con Milcíades Arévalo, con Mery Yolanda Sánchez o con Francisco Amín y en cercanos días, con Jotamario Arbeláez. De renombre y buenas obras (aún en lo literario) y con años encima, virtudes públicas y privados vicios ejerciendo en lo íntimo, pero son ellos y están ahí. A veces, cree uno, sería mejor desaparecer, no para evadir los reparos de irremediables arrugas y kilos de adición, sino para evitar sus historias, sus súplicas conversas, el chismorreo de pares y de amigos. Sería mejor dar borrón y cuenta nueva. En eso me favorece el nuevo look que me hace casi imperceptible a los más desprevenidos y sorprendente a los medianamente agudos.
Me quitan años (eso parece cortesía) y me dan reclamos los que se sienten cómodos, porque casi he desaparecido, del mundillo literario que ahora está comandado por una tropa ambigua que posa de irreverente. Todo esto en parte me conecta una vez mas con la pregunta sempiterna de para qué es la poesía, para que pescar en un río tan revuelto, qué sentido tiene juntar palabras, como dijera John Lennon, desobligado en su mansión de mil acres; ¿para qué? Si antes ya pasaron Lowry, Kerouac, Trakl, Char y tantos otros favoritos.
Para qué preocuparse si hay tanto farsante de farándula y tanta niña boba que se cree a sí misma especial o si los púgiles son ahora ídolos de vidriera.
Asistí (he aquí el motivo de cierta inquietud que no llega al grado de molestia) a uno de esos coloquios de la fingida ciudad como capital del libro, acompañando a Pablo Estrada, quien no niega su simpatía por el más robusto y alto de los invitados a semejante convite. Ni siquiera un aviso de festín del intelecto.
Me tiene sin cuidado la alarmante, por cruda y atorrante, pose de Efraín Medina ante una grupo de estudiantes intrigados. Por el contrario me alcanza a emocionar su increíble popularidad. Las niñas (también bobas) lo rodean, le hacen fila, ponen atrás de sus caderas las manecitas ingenuas y el piecito delante dibuja círculos entretanto, para pedir autógrafos o saludarle. Es un héroe de jóvenes. Y en efecto parece uno de los siluetones altos y fornidos que aparecen en los capítulos de lo que - Medina confiesa - fueron sus primeras lecturas: “paquitos”, que en la costa atlántica colombiana es como llaman a los cómics.
Y asistí también de buen modo a una lectura pública del mencionado Pablo Estrada, al lado de un tambaleante (por ebrio y no por ausencia de tono) Larry Mejía, miembros de una cofradía que autoreferencian como “Negacionismo”, que antes tuve el privilegio de reseñar y que es una entidad autótrofa, con decisión y ganas de morir. El asunto es que eran, uno y otro encuentro, monedas diferentes de denominación contraria y aunque de un mismo país, sentía uno la distancia y brecha entre ellas. Valores distintos.