La Casa de Poesía Silva: un lugar mágico en los primeros años de los noventa y los últimos de los ochenta, en donde resoplaba el tufo de la vieja poesía del parnaso y acaso los nuevos estornudos de la poesía que brotaba a borbotones desde una fuente insospechada. Asistí a su inauguración, y desde entonces fui tan asiduo que se convirtió en un lugar de concentración absoluto en temas literarios. Era una casa en la que siempre llovía (...una música, una música, una música de alas y de pífanos o un atragantado piano en mitad de una tormenta) y se decía que aún allí permanecían las sombras de José Asunción Silva y sus deudas que lo llevaron a la muerte.
Allí conocí a la mayoría de poetas que fueron mis amigos y que ostentan - gratuitamente - el innecesario título de ser hoy día mis no-amigos, ahora que ha pasado tanto tiempo y que ya ninguno en realidad guarda rencor contra nada, aún contra errores y torpezas de ese lugar en el tiempo cuando jugábamos a ser famosos dentro de un peligroso círculo que nadie sabía, era inútil saberlo, estaba predestinado, era notablemente excluyente y sus butacas estaban reservadas con antelación para 'delfines' y otras especies de esta misma 'fauna literaria'.
Pero el contacto mío con esa realidad era resuelto y por demás muy ingenuo. Pensaba que alguna vez algún objeto personal mío habría de parar en un mostrador que siempre quisimos romper con mis amigos mas cercanos: el poeta y artista plástico Willmer Echeverry y el inusual autor que prometía bastante y que terminó como docente de Sociales, Luis Fernando Bustos.
Una vitrina de curiosidades mantenía la licencia de conducción de uno, la boina de otro, el bastón y la pitillera de alguno más. Pero era maravilloso. Desde entonces he procurado mantener mis antiparras en buen estado para que aparezcan al lado de esos adminículos sagrados. Pero hace rato me di cuenta que ello era en vano.
Durante las sesiones de los talleres de lectura a los que adherí convencido profundamente de tener algún talento, conocí a a un grupo de desaliñados que se narraban locos y peligrosos haciendo eco de nuestro tutor por ese entonces, el célebre Jotamario Arbeláez a quien buscó por esos días el M-19 para lograr acercamientos con el gobierno. ¡Magna sorpresa y hórrido susto! Nos fuimos a nuestro cuartel de invierno sabatino, entresorprendidos y conmovidos, luego de ver el sospechoso movimiento, sin tener mucha claridad de que se había tratado el inoportuno abordaje.
El abordaje fue inoportuno porque ya no tendríamos quien pagara la cuenta en el cuartel vecino: una tiendita recóndita que se hallaba cruzando un largo pasaje que más parecía un túnel (y de allí el apodo que pusimos a ese 'Zaguán de Santafé') y que atendía su propietario, el muy afable Benito.
La tienda hoy aún existe aunque cada vez abre sus puertas menos. La casa decimonona sigue en pie, pero hace casi diez años no la frecuento (viví allí - casi de planta- durante la década pasada) y al poeta Jotamario los dividendos millonarios de su trabajo en la agencia de publicidad "Sancho" le permitieron la excentricidad de volver a tener cabello falso en una calva trascendente...mientras yo perdí mi cabellera que 'engrasaba' sin antepasados galos, a la manera de Rimbaud.
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