lunes

NEGACIONISMO Y OTROS GRUPOS LITERARIOS

Por Rafael Serrano

El autor del siguiente texto fue invitado, como él mismo lo cuenta, por el grupo de poetas jóvenes autoproclamados como "negacionistas" para que los presentara en la Casa de Poesía José Asunción Silva, el pasado Viernes 27 de abril de 2007.Aquí la reproducción del mismo.

Estamos aquí reunidos para celebrar una vez mas la poesía, la literatura -si ustedes lo prefieren- o la vida misma, como quiera que sea el conjunto de elementos de un naufragio: objetos raros que acaso sean exactamente guiños, o fragmentos de una totalidad, astillas de lo que crujió y sobró mas allá de las tormentas. Estamos aquí reunidos para nombrar a una grupa de muy jóvenes escritores que se han autoproclamado “Negacionistas” y con ello quizá estemos frente al último de los ismos pretendidos mas allá de la muerte de la imagen y en la mitad del caos presentido y que muy a su pesar, como en una suerte de raro calambur, son la paradoja y la contradicción propias de este tiempo, pues precisamente en sus actos simbólicos de negación, es cuando mas afirman su trino trágico, su destino inexpugnable.
Me han invitado a leer poemas propios como coda de los suyos, esta noche y para que haga esta breve entrada a manera de bienvenida. Para empezar la discusión o abrir el interés en la importancia que puedan tener los gregarismos en la creación literaria, me han permitido hacer una referencia sucinta sobre los grupos literarios locales mas recientes, posteriores a la llamada generación desencantada o generación sin nombre que Juan Gustavo Cobo Borda refiere en su “Historia de la Poesía Colombiana”, en contraste con algunos autores nacidos en los años sesenta y setenta que están ahora mismo en búsqueda de un reconocimiento a través de obras en cocción: libros primerizos, letras ventilándose en la noche de la desprevención, versos madurando en el áspero forcejeo de este tiempo al que parece que nada le sorprende.
No se trata, por la brevedad misma de este encuentro, de un estudio docto ni mucho menos minucioso y mas bien sea la mínima reseña inicial de un panorama que no se había ventilado antes mas allá de los corrillos literarios, que por supuesto hoy día no ocurren en los aburridos cafecitos del centro de la ciudad, sino en los movidos bares de música electrónica, rock n’ roll latinoamericano o algún apartamento de alquiler en Chapinero o en Kennedy.
Del post desencanto a los talleres literarios
A mediados de los años ochenta deviene entre un grupo de jóvenes nacidos entre el 65 y el 75 un remarcable interés por la poesía y por el acto de intentar escribirla tan intenso como encomiable y ello está enmarcado entre la posibilidad de entrar a la vida académica universitaria, el agónico suspiro de las revoluciones, la caída del muro de Berlín, la perestroika y el temor y la desconfianza de salir a deambular por la ciudad, debido a las bombas del narcotráfico.
Este entusiasmo por leer e incluso por escribir es avivado por la creación de una Casa dedicada por entero a la poesía, con biblioteca especializada y sala de lectura, librería, sala de conferencias y una nunca antes oída, sorprendente fonoteca. Con ella vienen entonces una serie de clases magistrales guiadas, en su primera cohorte, por los poetas que en aquel entonces las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo publicaba y denominaba “jóvenes”: estos son entonces algunos de los representantes de la generación desencantada: Nicolás Suescún, Harold Alvarado Tenorio, Jaime García Maffla y Juan Manuel Roca.
Un libro con entrevistas breves y una muestra de poemas hecho por Rosita Jaramillo (Oficio de Poeta,1978) había dado cuenta de ellos. Entre la muchachada que para 1986 lejos estábamos aún de cumplir 18 años, nos eran familiares otros varios poetas como Darío Jaramillo Agudelo, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza, Oscar Piedrahita González, Alvaro Rodríguez Núñez, José Luis Díaz – Granados, Néstor Madrid Malo, José Pubén, Henry Luque Muñoz, Omar Ortiz, Edmundo Perry, Jaime García Maffla, Raúl Gómez Jattín, Guillermo Martínez González, Armando Orozco, José Manuel Arango o Mario Rivero, sin descontar a nadaístas como Jaime Jaramillo Escobar, Jotamario o Elmo Valencia entre muchos otros.
De aquellas clases magistrales que se conocieron como los “talleres de la Casa Silva”, surgirían algunos grupos literarios que aunque han sufrido las fragmentaciones y los avatares propios de una época de reveses, mas las insospechadas luchas del intrincado carácter de lo humano, son una única muestra de cohesión en torno a la creación literaria y el ejercicio editorial de los años mas recientes.
Ellos son el grupo de la revista “Común Presencia” liderada por Gonzalo Márquez Cristo quien deslumbró por aquella época con su libro “Apocalipsis de la Rosa” y el grupo en torno a la Revista “Ulrika” dirigida por Rafael Del Castillo. Con estos grupos se logran algunas fracturas importantes en el lenguaje y en los temas, pues comienzan a contar la ciudad que desborda la muy focalizada y decimonónica ciudad del Café Automático o El Cisne, para volcar la mirada desde la periferia en barriadas como Kennedy o Centro Nariño. En particular algunos miembros de la Revista “Ulrika” proponen ese acervo y no niegan su devenir –aunque ilustrado en la universidad pública- provinciano y de ahí los temas a desarrollar. “El Montallantas”, emblemático libro de poemas de Robinson Quintero, no intenta elucubraciones mas allá de su propia infancia y su realidad en el taller outsider de su padre, al lado por supuesto, de una carretera. De igual manera Del Castillo en su poema “animal de baldío”, no se atreve mas allá del universo vibrante en un lote cercado mientras una bestezuela pace en ese confín. Mauricio Contreras celebra y emula en su mas reciente libro, al perro que se despereza a la luz del sol de un nuevo día mientras menea la cola. En Armando Rodríguez Ballesteros las moscas describen “figuras caprichosas en el aire”. Y cantan juntos a la amistad y a la embriaguez, inevitables, a pesar suyo. Aparte de los mencionados y de John Fitzgerald Torres –miembro original de los llamados “ulrikos”, Gustavo Adolfo Garcés, Joaquín Mattos, Orinzon Perdomo, los hermanos Fernando y Guillermo Linero, Juan Carlos Galeano, e incluso Victor Gaviria, hicieron parte entre varios otros poetas, de esa cofradía que tiene en su haber logros importantes como las varias versiones de un encuentro internacional de poesía que trajo hace casi diez años, por ejemplo, al maestro chileno Gonzalo Rojas e intentó por contacto y a través de Jotamario Arbeláez, traer al legendario poeta beatnik Allen Ginsberg, poco antes de su muerte.
Una nueva “generación del 98”
También procedentes en su mayoría de los “Talleres de la Casa Silva” vendría una generación hoy en día dispersa, nacida en los años setenta, de uno o dos libros publicados hasta ahora y, como los de “Ulrika” con poco capital social, de clase media, e ilustrados en la universidad privada, algunos, básicamente en carreras como periodismo o arquitectura. Estos provienen de la música rock, han leído las traducciones de los poetas expresionistas alemanes y se encuentran por primera vez en la misma página de poesía del suplemento dominical del periódico que diez años atrás les había traído noticias de sus ancestros bardos.
En esa página de finales de 1997 aparecieron impresos poemas de Victor de Currea Lugo, John Galán Casanova, Sandra Uribe, Gabriela Santa, Fernando Denis, Andrea Cote, Yesmer Uribe Vitobisch, Jorge Humberto Villanueva, Nelson León, Andrea Bulla y quien redacta estas líneas, que a su vez se impuso como tarea conectar y presentar la pretendida “Generación del 98”, acto generoso a través del cual José Luis Díaz-Granados propone una posible vinculación generacional entre los mencionados y su hijo Federico, quien acababa de publicar su primer libro, “Las voces del Fuego”.
Nos propusimos entonces encuentros semanales que apuntaban a recobrar nuestra propia historicidad (la local y la universal), recobrando lecturas, discutiendo vanguardias, compartiendo autores que para unos eran familiares y para otros novedosos. Nos propusimos presentarnos en diversos lugares como grupo literario, haciendo algunas performancias, libando de una calavera al estilo de la gruta simbólica de Jetón Ferro y Julio Flórez, leyendo manifiestos de creación colectiva o pretendiendo la muerte de la rígida razón, diseccionando vísceras en público. A la Feria del Libro de 1998 fuimos con la intervención de dos modelos desnudos que caminaron sobre pétalos de rosa y un tapete rojo y en la Alianza Francesa organizamos ciclos de lecturas de poemas con invitados para la interlocución, del peso de Juan Manuel Roca y William Ospina.
Esta fue una generación de referente icónico. En cambio de cobrar distancia de los autores de mayor influjo, se les hizo eco y se les amplificó y teníamos lugares comunes, personajes afines para cantar y celebrar: Jim Morrison, Arthur Rimbaud, Alejandra Pizarnik. Pero de la simpatía por el rock provino entonces la posibilidad de cantar al estilo lúgubre de la tendencia “gothic”, para ensayar una estética rumorosa entre lo lúgubre y lo simbólico de un mundo expectante.
Vitobisch dice en su “Poema del circo y el infierno” que “es maravillosa la hora después del espectáculo” en el circo, pues este es también: “una sala de urgencias, un cementerio, apenas una puerta entre la risa y el espanto”. Aunque no sea necesariamente novedosa la aparición del vampiro en literatura, la expresión metafórica del poema vampiro atravesó a esta grupa como un dardo o como una estaca.
Humberto Villanueva era, sin saberlo, de la estirpe de Rilke o de Attila Joszef; es decir, los poetas videntes capaces de percibir a profundidad la existencia y predecir su muerte. “El equilibrista” es el nombre de su único libro de poemas y en el texto del mismo nombre en el que aventura una inquietante metáfora del desasosiego y la caída sin remedio, el poeta explica porqué, aunque la familia del personaje que habla en primera persona tiene un circo, nunca él pudo involucrarse como fonomímico o payaso, pero prueba suerte en la cuerda floja hasta que un día dice “he dedicido perder el equilibrio”. Villanueva, en efecto, cayó al vacío en diciembre de 2005 desde un techo de dos aguas, en una casona chapineruna, mientras intentaba malabares en su bicicleta, arriba en ese techo de barro.
Negacionismo: estética en curso
Pienso que un día se van a borrar los prejuicios temporales y hasta estéticos entre uno y otro grupo literario medianamente cercanos en edad. Pero ése es quizá demasiado otro asunto. El “Negacionismo” es diametralmente opuesto a sus predecesores inmediatos.
La pregunta abierta entonces es, hasta este momento, la del porqué y para qué un grupo literario en tiempos aciagos, en tiempos en que es inútil –mas que nunca- el acto de escribir. Unos versos de Pablo Estrada lo confirman: “¿Para qué poetas/si hay cáncer y sida/y cómo clonar la vida?/¿Para qué si/hay toda clase de drogas/nirvana, karma y yoga?/¿Para qué si hay donde sea dementes bisexuales, neonazis e indigentes?/
Para referirme al “Negacionismo” me distancia, para fortuna de todos, mas de una década en edades y escasamente me une con ellos una lectura de sus poemas y ligeramente mi perdido gusto por su vigente amor hacia el heavy metal. Algo de lo mas saludable posible: la serenidad de la distancia. Se me ocurre que tampoco engrasan sus cabelleras como lo sentenciaba Rimbaud, ni que son muy peligrosos, como decían los nadaístas. Sí están emparentados con la vanguardia, lo explican en sus manifiestos, pero entienden que las vanguardias murieron. A través de la negación se explican y en efecto, como aventuramos en un comienzo, les preocupa la historicidad. Anotan en su manifiesto titulado ¿Qué NO es el Negacionismo? Lo siguiente:
El negacionismo NO es un nuevo movimiento literario.
El negacionismo NO es una corriente estética o un estilo artístico.
El negacionismo NO tiene orientación ideológica alguna.
El negacionismo NO tiene principios o finalidad.
El negacionismo NO tiene sentido.
Y tampoco es absurdo.
Nadie conoce el negacionismo.
Julián Molina privilegia los aforismos que acaso incluyen una lectura interior e interna de su grupo, de su época y de su generación, muy al estilo de la “modernidad líquida”, donde hay condena y cada quien está sometido a lo que se merece. Escribe Molina:
El capitalismo es un laboratorio de control de calidad de vida.
Las oficinas son prueba contundente de la civilización...¡Cómo se han humanizado las mazmorras!
La idea de la salvación la persigue todo aquel que no es capaz de sentenciarse a vivir por sus propios medios.
Existen sólo dos senderos que no se ramifican: La perdición y la salvación.
Un mundo a nuestra imagen y semejanza es la negación del mundo.
Los negacionistas devienen rockeros y es algo que hacen evidente, pues se presiente el eco, la mimesis del artista que presenta la apertura de un concierto y hasta parece haber encantamiento por ello, en contraposición de las “estrategias del desencanto” de las que habla Rossana Reguillo. Larry Mejía intenta una taxonomía del lenguaje y de los lugares de enunciación de los objetos cotidianos, acaso para re simbolizar los sentidos y reír de ellos, como en su poema “senti-miento”: “Vive mucha gente en el barrio La Soledad
En La Perseverancia nadie persevera ni alcanza
En El Palacio no hay más que tres mesas de billar
y una carambola de injusticia”
Se hace posible pensar que una afección gregaria en torno a la literatura supone hoy día, tenacidad y anhelo de permanencia y comunidad de emoción, a contracorriente del abyecto individualismo de nuestro tiempo y es el espacio para compartir intuiciones y molestias, en temporada oscura para un ejercicio literario que imita las dinámicas sociales, pues al interior de sus, concentrados, oscuros círculos se hacen señalamientos, se recurre y se da fe a la práctica de la maledicencia, se omite y se silencia al otro, por peleas personales cazadas (o qu otros cazaron por uno) y pocas veces se privilegia el trabajo y la obra en curso.
Escuchemos pues las voces del “negacionismo” una grupa insistente que, de perseverar, serán una voz renovadora en la poesía colombiana.

miércoles

John Coltrane - Mccoy Tyner - Jimmy Garrison - Elvin Jones

PASIÓN E INTERÉS POR EL BLUES Y POR EL JAZZ

Comienza hoy (miércoles 11 de abril de 2007) una nueva versión del "Festival de Blues Libélula Dorada". Comienzan para algunos (como yo) ciertas nostalgias y aunque prometí publicamente no involucrarme más con esas remembranzas, es motivo de euforia traer a colación esos momentos.
Pronto volverán las oscuras golondrinas. Entretanto, estos videos, estas líneas y mucho blues.

martes

Jimmie Rodgers - Blue Yodel No 1 (T For Texas)

UN "JALÓN DE OREJAS" POR NOSTÁLGICO Y APASIONADO

Andrés Cardona y Carlos Reyes son dos de los gestores de la "Bogotá Blues Society", una grupa de asesores de bares, bandas y festivales (tal y como ellos mismos se describen) y quienes a su vez tienen una bien lograda página blog en "my space", tal como lo mencionamos y recomendamos leer en una entrega anterior.
Escribieron cada uno por su cuenta para darme "un jalón de orejas" cordial, justo y amistoso, que he aceptado de buen modo y es así como se los hice saber vía mail. Cardona me señala como "nostálgico" y tiene razón. Reyes me recuerda que hacia 1997 él mismo tenía un bar que se llamaba "Bajo Mississippi". También él tiene razón: ¡eso fue cierto!
El asunto es que mis anteriores blogs sobre el surgimiento del Blues en Bogotá acusan un lugar preciso en el cual tocan bandas y se consume alcohol y rock (y a veces blues) pero sucede que allí animan a los clientes para que consuman licor a borbotones.
A mi me fue muy mal per via de injusta expulsión y mala atención (por sóbrio, mas no por borrachín)
De cualquier modo hemos aclarado algunas circunstancias, ha prometido Cardona presentarme con los dueños del lugar en mención y es así que asumo mi apasionamiento, mi nostalgia noventera y acepto que -como a todos- a veces peco de cierto maniqueísmo.
Todo sea por el bien de esta nueva etapa del Blues Local en Bogotá en donde ellos pretenden no repertir viejos errores. Los errores que por cierto los de la TBBS ven reflejados en los que ahora somos más viejos y algo sabios.
¡Ah... y hasta me invitaron a "un shot de Jack Daniels"! No declinaré esa invitación y ojalá así se resolvieran otras situaciones en este país sitiado por intolerancias y violencias.

BREVE HISTORIA DEL BLUES BOGOTANO

Otros extranjeros fueron también piezas claves en la consecución de un sonido local propio y en la recepción de “trucos” y esencialidades propias de la actitud blusera, mucho tiempo antes de la era de internet.
André y Phillip fueron dos mas de esa grupa. André vino también del Reino Unido, en los noventa, huyendo de la INTERPOL por cargos como porte y tráfico ilegal de drogas y era un muy buen guitarrista y cantante de blues que hacía parte de una agrupación tan sorprendente que no tenía mucho que envidiarle a los “Bluesbreakers” y en su formación actuaba el mismo saxofonista de planta que tocaba para la banda de James Brown.
La banda de André se llamaba “Two Way Stretch”, me la puso a sonar en una cinta de cassette que traía en el bolsillo de su camisa y me estremeció tanto que fue así como me di cuenta que a los músicos locales nos hacía falta mucho trecho aún por recorrer. Si esto es lo que hace una banda pequeña –me dije a mi mismo-, digamos una banda local que aunque ya había grabado tres discos no era de talla internacional, ¿en qué grandes pasos estarían las agrupaciones mejor consolidadas?
André me dio una tarde a guardar un maletín de piel en un local de blues y jazz que teníamos mi baterista y yo en la carrera quinta con calle 19, en pleno centro bogotano y que se llamaba “El Gato Eléctrico”. Desconfiado lo recibí. Me di cuenta que lo estaban siguiendo, que estaba en un “hard bussiness” y que probablemete habría de involucrarnos a mi socio y a mi en alguna situación delictiva.
Volvió como ebrio, alucinando. “Yo soy un hombre de blues” –me dijo en su acento extranjero, casi agarrándome de la solapa- “y si quieres que te lo demuestre...consígueme una guitarra para cuando regrese” Se llevó el maletín, tambaleando y no volvió hasta pasados ocho días exactos, un lunes en la tarde.
Auténticos Bluesmen merodeando en el barrio de Las Aguas en Bogotá
No por casualidad tenía una guitarra eléctrica en mi lugar de trabajo: ese cafecito en el cual sonaban de forma exclusiva las “notas de paso” de contrabajistas como Jimmy Garrison o Charles Mingus o los “riffs” lujuriosos de Buddy Guy o Albert King.
Le presté, ex profeso, la guitarra eléctrica de mi amigo y compadre Orlando Parra, miembro fundador de la legendaria big band de la que hablaremos mas adelante y entonces André, en efecto, demostró porque era un auténtico “hombre de blues”.
Escasamente pasaba los 35 años de edad y tenía una voz privilegiada, buena técnica en la digitación del instrumento, magnífica imaginación y tocaba muy bien la armónica, “el saxofón de los pobres” como él mismo me enseñó a nombrar ése adminículo sonoro.
Me contó sobre su larga escena en el tablado de ilícitos y no era breve tampoco su parlamento. Su historia estaba resumida en el mismo nombre de la banda: “Two Way Stretch”. ¿Sabes que significa eso? –me preguntó y yo asentí – “Sí, ‘Dos Caminos Estrechos’”, a lo cual él corrigió diciendo: ‘Dos vías que se juntan’, pero también quiere decir ‘Doble Condena’ que es precisamente lo que pesa sobre mi porque me buscan tanto en territorio inglés como en colombiano”. Hizo una pausa ligera y agregó tomando su cabeza entre los brazos acodados en la barra: “That’s the story of my life” y volvió a su silla donde le esperaba un vaso de cerveza y una muchacha muy bella.
André rompió una cuerda de esa guitarra ajena. Debí reponerla ipso facto para cubrir el pequeño delito, pero todo fue inútil, pues su dueño original se dio cuenta al simple contacto visual con su querida Jackson clásica.
Luego llegó a ése mismo local otra semi leyenda urbana: Philliph. Un buen armonicista proveniente de Chicago quien aseguraba haber sido manager de Sonny Terry y Brownie McGhee quienes juntos, como sabemos, fueron la leyenda viviente mas singular de la época dorada del llamado “Country Blues” de los años veinte y que sobrevivieron a las modas del Heavy Metal, el Hard Rock y aún en los noventa, de la parafernalia del Hard Core neoyorquino.
Philliph dominaba el “soul’s teethbrush” (‘el cepillo de dientes del alma’) con la misma destreza de sus maestros inmediatos; varios años menor de 40 años, su cabeza se había despoblado de cabello y aunque era blanco y de estatura media, sonaba negro por donde se le pusiera atención.
Tocamos algunos “standards” bluseros. Me daba cordenadas en un inglés callejero o en un spanglish arrastrado: “esto es un i flat, luego la progresión is la misma, the same riff, yu nou...nau este es si, ef, yi and si... eguen, como la toca yan li juka”.
Nos entendimos de maravilla y terminé invitándolo a tocar una jam session de blues el viernes siguiente. Le explique que no podía pagarle mucho pues el negocio apenas estaba comenzando. Él accedió sin reparos porque le interesaba mucho lo de tocar en la ciudad, pues ése justamente era su cometido: darle vuelta a América con la armónica.
Corrimos la voz entre amigos, conocidos y clientes de “El Gato Eléctrico” y a pesar de que la convocatoria fue buena y se presentaron entre otros, Giovanni Reyes, el guitarrista de la muy reconocida banda Blue Derek y el sorprendente bajista de jazz, Ricardo Barrera, conocido como “Tacha”, el armonicista norteamericano nunca llegó. De hecho, nunca mas volví a tener noticias suyas.
One night at Electric Cat: the elemental sessions
En “El gato Eléctrico” se llego a reunir la crema y nata de una auténtica sociedad ‘blusera y jazzera’ bogotana. Como invitábamos al incipiente público a través de afiches y volantes y de vez en cuando la prensa y la radio nos ponían cuidado, teníamos suficiente convocatoria para una selecta grupa de seguidores de los géneros que programábamos allí desde discos compactos originales y uno que otro acetato de sellos conocidos como Alligator, Chess o Virgin.
Habíamos decorado el lugar con reproducciones a color de carátulas del sello Blue Note en las cuales figuraban el organista Jimmy Smith, el guitarrista Grant Green o el saxofonista Dexter Gordon y dibujamos un gigantesco mural en el que aparecía un tinglado multicolor que alcanzaba a representar dos o tres octavas de un figurado piano de jazz o de blues.
El pequeño local olía muy bien pues el café siempre estaba fresco y su aroma salía hasta el pasillo de ese mezanine de la calle 19 con cuarta y aromatizábamos el baño con lavanda, barríamos y aspirábamos la alfombra al menos una vez al día (cuando no dos o tres) y encendíamos canela en palitos de incienso de la india o con sagrada esencia de sándalo llenábamos un mechero que se animaba con velitas de colores, destinado todo a convocar a las buenas energías.
Ofrecíamos pan fresco de uvas, hojaldre y queso y la variedad de bebidas calientes o frías nos parecía ingeniosa y atractiva tanto por sus sabores como por sus nombres: un café caliente con helado era un “Holiday”, uno con hielo, azúcar y brandy era un “Ascension” y el cocktail favorito de la casa era una mezcla de tequila, cerveza y tabasco que llamamos “Tijuana Mingus”.
Allí se dieron cita las gentes de la radio cultural y los músicos de blues y jazz y por supuesto, el público que quería verlos, oirlos y hasta conocerlos para charlar un rato. Juan Pablo Restrepo y Jenny Cifuentes de la 99.1 (hoy Radiónica) estuvieron allí y también Juan Carlos Garay, Diego Luis Martínez y los hermanos Andrés y Camilo Garibello de Javeriana Estéreo (estos últimos hoy día vinculados con la Casa Editorial El Tiempo).
Quizá el mas interesante de todos ellos fue también el más asiduo. Volvía de comprar 10 ó 12 discos compactos en la “Musiteca” (la famosa tienda de discos de Saúl en la calle 19 con octava, en el segundo piso del centro comercial “Omni 19” y que Garay menciona en su novela “La Nostalgia del Melómano” ‘Alfaguara, 2005’)
El personaje tendría unos 40 años de edad; era alto, recio, asertivo y locuaz, pero tímido con las mujeres. Su voz era levemente nasal y ‘aguardientosa’ y era un consumado melómano que un día contó con 5.000 discos compactos de música de jazz, sin hacer inventario de sus acetatos, ni tampoco de la colección que comenzó cuando era adolescente: la increíble colección de muisca afrocubana.
De su envidiable discoteca me regaló tres acetatos. Con el desprendimiento que sólo tiene el que auténticamente posee algo que va mucho mas allá de las posesiones de un objeto, “Moncho” cruzó un día de navidad la espaciosa puerta de vidrio y me los entregó como si fueran una revelación: el álbum “Milestones” de Miles Davis y un doble de Lester Young. Mi sorpresa y estupefacción rayaron con la estupidez. Por un rato me quede viendo sus carátulas intactas y acaté decir un gracias con un golpecito en el hombro. -“Nada más va a decir? –preguntó “Moncho”- “¿le traigo tremendo regalo y no me va a decir nada más?
Al salir no de la emoción pero sí del impacto, procedí a ofrecerle una generosa copa de ron amarillo que bebió con fruición y de inmediato pidió otra, que bebió con el mismo gusto que tendría cualquiera de esos viejos músicos de jazz de los años cuarenta y cincuenta que tanto admirábamos él y yo.
“Moncho” es un predestinado. A los once años de edad vio en concierto a Sun Ra, el máximo exponente del free jazz norteamericano de final de los años cincuenta quien decía provenir del espacio exterior y que no tocaba jazz sino que sólo enviaba señales a sus congéneres de otros planetas y por esa razón solía tocar en las terrazas de algunos edificios. Por supuesto esa música le conmovió y cambió el resto de su existencia. Estaba destinado a ser melómano y musicólogo y por ello reconocía con nobleza las enseñanzas de Roberto Rodríguez Silva (decano de la radio especializada en Jazz en Colombia) y de Carlos Flórez Sierra, quién tuvo un club de jazz con socios activos que se reunían periódicamente a mediados de los ochenta y que se propusieron traer por cuenta propia estrellas internacionales de jazz.
Flórez –algunos recordarán- realizaba un programa de televisión llamado “Jazz Studio” desde el cual sentaba cátedra y sorprendía por el muy completo archivo sonoro y especialmente visual con el que ilustraba su “Jazz Studio”, que permaneció en el aire hasta cumplir cien emisiones, en los primeros años de la década del noventa. Terminado ése ciclo Carlos Flórez regresaría a la televisión con un programa de recorridos geográficos y musicales. Uno de esos capítulos dedicados a la comunidad jazzística fue grabado en “El Gato Eléctrico” y salió al aire (¡ah! grandes e insoslayables paradojas del existir) justo el día en que para infortunio nuestro y de un público incipiente, el local estaba siendo entregado a su dueño.
Luis Ramón Viñas decía con modestia ser descendiente del “sabio Viñas” (¡y era cierto!) y un martes se sentó a la barra de “El Gato Eléctrico” con una coca-cola, para que le dejara escuchar una improvisada selección de sus propios discos, y entonces sucedió lo que nunca sucedía con la parafernalia de carteles y volantes que salíamos a pegar con engrudo cada fin de semana -de infractores- en las paredes de La Candelaria.
“Moncho” Viñas y su increíble magnetismo
Luis Ramón Viñas atraía, con su sola presencia, atraía a un número impensable de clientes potenciales que llenaban el local en breves instantes, en días y horas difíciles para estos locales: lunes, martes o miércoles antes de las cinco de la tarde.
Se sentaba, como anoté, frente a la barra del bar, en una de las tres altas butacas allí dispuestas y esgrimía historias, citas, nombres de autores, sellos disqueros y discos compactos que a su vez comenzábamos a escuchar solos y que en breve terminábamos disfrutando rodeados por una gran audiencia que preguntaba interesada sobre esas y otras novedades.
“Moncho”, como era conocido en la Radio Nacional, era un buen amigo, un jefe estricto y un mejor hombre de radio que respiraba música por su humanidad completa. Recio y arrogante quizá, pero entendido en materia de revistas de jazz (era subscriptor de la Down Beat y otras revistas especializadas), y discografía no sólo en el género del jazz sino también en música tradicional de cuerda colombiana y, especialmente, en ritmos afro cubanos.
“Moncho” Viñas era realizador radial de la Radiodifusora Nacional y estaba al frente de programas como “Los Magos del Swing” (la cátedra máxima de jazz en radio durante los noventa) y “Hojas de Jazz”, programa dedicado a las producciones discográficas recientes, al jazz moderno y al jazz contemporáneo.
Después de casi dos años de haberle escuchado sus libretos exquisitos mientras renegaba de el ejercicio de “locutar”, le ofrecí mi colaboración desinteresada para ese oficio que a él no le atraía tanto. Mi banda y yo estábamos rodando un video clip en formato de 35 milímetros que serviría como cabezote de presentación para el programa que la emisora tenía en televisión, por la Señal Colombia.
El set de grabación era en el primer piso del entonces conocido Instituto Nacional de Radio y Televisión –INRAVISIÓN (hoy RTVC) y “Moncho”, que pasaba por allí aunque los estudios de radio estaban en pisos superiores, me vio sentado cerca de la máquina dispensadora de gaseosas y me dijo desde lejos: “usted nunca vino a la prueba de locución ¿no? Venga el lunes por la noche”.
Aunque yo sabía que “Hojas de Jazz” se emitía en vivo y en directo, nunca pensé que mi prueba iba a ser “al aire”. Llegué temprano esa noche de lunes, con el estómago lleno de las raras mariposas que le crecen a uno cuando se enamora y fue de ese modo como entré a la Radiodifusora Nacional. No había ninguna puerta abierta para colarse en el descuido del guardia. “Hice cola” e hice méritos para llegar allí.
Por vía de los muy claros conocimientos musicales de Viñas, aprendí cosas nuevas y confirmé un antiguo amor, juicioso, resuelto y concentrado, por la radio y por el jazz. “Moncho” Viñas atiende hoy día su propio restaurante, en Cartagena, muy cerca del Centro de Convenciones de Cartagena. Como en el pasado fue socio de la “Galería Café Libro” donde, a propósito se celebraban anualmente unos encuentros jazzísticos fenomenales en el marco de algo que ellos llamaban “Jazz en la Cima”, supongo que ésa experiencia debe servirle mucho en la actualidad.
Una última impresión. Respecto a una no muy conocida leyenda sobre el hipotético encuentro entre el trompetista de jazz Miles Davis y el guitarrista de rock Jimi Hendrix, en un café de París, “Moncho” Viñas tenía la pieza clave que desentrañaba el acertijo pues en efecto el encuentro se produjo a finales de la década del sesenta y mejor aún, algún visionario melómano grabó la sesión. Miles Davis había sido presentado con Jimi Hendrix en uno de esos cafés parisinos en donde coincidieron por un feliz azar. El trompetista dio a Hendrix una partitura suya y lo invito para que al día siguiente lo visitara en el hotel en el cual se hospedaba.
El guitarrista eléctrico más famoso de todos los tiempos se presentó a la cita; apenado, disculpó su imposibilidad para leer partituras. Davis lo animó proponiéndole un ejercicio musical sencillo, aprovechando el prodigioso oído del negro de Seatle, que consistió en una serie de fraseos en la trompeta que Hendrix tendría que repetir, responder y proponer una línea nueva que a su vez Davis debería contestar.
Uno de los testigos grabó la improvisada sesión. Con el tiempo se prensó un acetato “no oficial” de aquel encuentro. “Moncho” Viñas poseía una de esas mil copias editadas que nunca programó durante los años que pasó en la Radio Nacional, a razón de evitar problemas legales por derechos y difusión de unas obras y un par de artistas que pertenecían a casas disqueras diferentes. Ése era parte del espíritu no sólo de Viñas, sino también de una época llena de honestidad.

Algunos festivales de blues
Para comienzos del año de 1998 los músicos de blues bogotanos apenas estábamos empezando a llegar a ciertos acuerdos. Existía entre nosotros una suerte de extrañamiento de las propias, incipientes, obras. Y entonces comenzamos a reunirnos en el “Café Cinema” del último piso del centro comercial “Terraza Pasteur”, en la calle 24 con carrera séptima, en Bogotá.
Allí llegaron al menos uno o dos representantes de todas y cada una de las agrupaciones de blues bogotano de ése período. El objetivo de esos encuentros era conocernos, ser mejores amigos y quizá pensar proyectos colectivos. Planeábamos, por ejemplo, grabar un disco recopilatorio, quizá emblemático de la grupa completa. Queríamos organizar un festival en el que todos pudiéramos tocar y entonces nos propusimos golpear las puertas de pequeños teatros y/o de las llamadas “salas concertadas”, según un programa institucional del gobierno de turno y del por entonces recién creado Ministerio de Cultura.
Se abrirían prácticamente todas esa puertas. Entre los primeros ciclos de esos soñados encuentros, se cuenta el “Primer Festival de Blues de Teatrova”, cuando esa pequeña compañía de teatro nos acogió en su modesta casona de la calle 24 con carrera cuarta.
Luego vendrían el “Festival Bogotá en Azul” (que tuvo dos versiones consecutivas) en el Parque Central Bavaria y el “Festival de Blues a la Libélula” en el teatrino de la Libélula Dorada.
Entrar en contacto con los hermanos César e Ivan Darío Alvarez, directores de ése teatro de títeres, resultaría algo no sólo atractivo por la buena labor de prensa y difusión sino también por lo que ellos representan para el teatro nacional. Ambos son pensadores del oficio y particularmente Ivan Darío tuvo oportunidad de viajar por Europa para ampliar el espectro de las búsquedas que había hecho junto con su hermano o también en solitario.
Habían publicado varias veces en el importante suplemento cultural y literario del diario El Espectador y ello les concedía cierto prestigio agregado, cierta convalidación de una obra hecha a pulso. Como pocas veces en adelante, actuar en el teatro de “los libélulos” significaba trabajar en llave con una dupla de pares, que entendían el esfuerzo y el empeño que ponemos los artistas en nuestras obras en marcha. Por ello y muchas mas cosas, siempre fue grato presentarse en ese festival de blues, que por cierto se sigue realizando hasta la fecha, sin mejores dividendos, pero con buena actitud.
No cabe duda que los otros escenarios importantes fueron el ciclo de “Tortazos de Blues” que eran conciertos gratuitos en el teatro al aire libre de la Media Torta y los festivales de “Rock al Parque” en la que no solo dejaron participar a varias agrupaciones de blues sino que abrieron –a raíz de nuestra insistencia- una casilla en los formularios de inscripción ante el Instituto Distrital de Cultura y Turismo, que decía sencilla y llanamente ‘BLUES’. Marque con una equis.
Participar en “Jazz al Parque” fue una proeza que sólo ‘Isidore Ducasse Jazz Blues Band’ logró, pero a medias. Fue el concierto mas exitoso de toda nuestra carrera debido al nivel musical que habíamos alcanzado a punta de estudio y ensayos tanto parciales como colectivos, por la inclusión de varios músicos profesionales de vasta experiencia y altísima calidad interpretativa (como Alberto ‘beto’ García, Angélica Vanegas o Juan José Ortiz) y por la sorprendente asistencia de publico.
A pesar de todo, las cosas no salieron como era de suponer. Lancé arengas contra la Ministra de Cultura que el público acató con ovaciones, sublevándonos así contra la decisión casi tomada de abolir el jazz y toda expresión foránea, para superponer el vallenato de los afectos mas profundos de la señora Araujonoguera. La ministra fue asesinada poco tiempo después e ‘Isidore Ducasse’ nunca figuró en la lista de finalistas.
Otros gestores de la escena
En una entrevista que Diego Luis Martínez hizo con varios de los “bluesmen” locales en el año 98, para una página entera del periódico El Espectador, tratamos el tema del fenómeno juvenil urbano del blues.
Periodista cultural y realizador radial de programas de blues en Javeriana Estéreo (desde entonces y hasta la fecha), Martínez fue otra de las piezas claves de los años noventa que ayudó a consolidar el nacimiento del blues local.
El periodista intentó ligar el viejo ‘standard’ de blues titulado “Sweet Home Chicago” que es sencillamente una evocación nostálgica del terruño o una crónica del desarraigo, con la evocación que hacíamos nosotros mismos de una ciudad cosmopolita como Bogotá.
La sencilla propuesta quedó en el aire. El artículo fue titulado “Sweet Home Bogotá” y estaba lejos de ser nostálgico o evocador y mas bien resultaba provocador pues en las reuniones con los otros músicos se llegó a hablar de componer un tema que de alguna manera sería nuestro propio ‘standard’ y que todas y cada una de las bandas se comprometerían a tocarlo eventualmente en las presentaciones correspondientes.
Para el periódico El Tiempo llegamos a hacer una página similar aunque no tan fiel como la otra. Buenas fotografías pero diálogos o afirmaciones inventadas y acomodadas por Jimmy Arias. De cualquier modo no eran incriminatorias esas afirmaciones allí publicadas y lo que intentaba este otro periodista, era realzar un fenómeno aislado pero que empezaba a tener presencia entre la cultura popular.
Recuerdo también que otro hombre de blues llamado Martín Morales, guitarrista y promotor, se movía bastante en los trasuntos propios de la música como fechas de conciertos en lugares no menos miserables como el aterrador “Bar-Dos” y desde allí publicaba panfletos con programación de fechas que daba a las bandas iniciales, organizaba charlas y conversatorios, proyección de videos, un taller de guitarra para principiantes, intermedios y avanzados y hasta propuso uno de los dos seminarios que se convocaron hace ya mas de diez años alrededor de la historia del género blues. Era un músico nato y un profundo y desinteresado animador de un fenómeno urbano que se estuvo cocinando con honestidad.
Martín Bejarano era un actor muy joven que tocaba la batería en un buen grupo de blues. Había hecho uno que otro papel en series pasajeras de televisión y de pronto estaba coordinando un día de blues y jam session en el local de la cuarta con 19 del famoso bar ‘Quiebracanto’ que por ése entonces se empezaba a separar de la trova cubana y de la salsa, para abrirse campo en otros géneros, hasta llegar a ser hoy día el lugar mas reconocido para la ‘rumba negra’, y la electrónica en el centro de la ciudad. Este sitio había sido administrado por Elizabeth Manosalva, quien luego sería dueña de su propio local: el fúnebre ‘Bar-Dos’ que estaba situado en la carrera séptima a la altura de la calle 45.
El fingido bar no era ningún teatro y ni siquiera cumplía con las mínimas condiciones para recibir público o bandas musicales. Se trataba de un hórrido semisótano al cual se descendía por una escalerilla propia del estilo inglés ‘chapineruno’ y de allí despedían nauseabundos olores a trasnochados jóvenes que habían pasado la noche envueltos en pieles, maquillados al estilo ‘gótico’ y aturdidos por el efecto de drogas duras. Era el momento inicial de las ‘pepas’ y al tiempo, la fase terminal del ‘grunge’.
Estos personajes no asistían, claro está, a los conciertos de blues. Mas bien llegaban a sacarnos casi a empellones de ése lugar que después de la medianoche era un sórdido amanecedero, par de los antes aquí citados ‘Púrpura’ o ‘Heaven’.
En ése sitio vi, por ejemplo, a un ‘gótico’ de cabello tinturado fucsia, hablando con una oveja disecada que él mismo había traído desde quién sabe qué otro recóndito paraje nocturno. ¿De ‘vértigo’ quizá o de ‘Kalimán’?
Para el evento en el “Bar – Dos” asistió el equipo de producción de un programa cultural que se llamaba “Babelia”, sumamente serio y pertinentemente acertado con sus notas. El blues bogotano era sin duda un bocado apetecido y privilegiado por los medios. También allí llegaron unos jovencitos que dijeron –tímidamente- ser parte de un agrupación de blues que aún no se conocía, pero que habrían de ser el relevo generacional, lo cual animaba nuestras almas siempre generosas y por demás expectantes. Se trataba de “Casa Roja” un refrescante ensamble de blues rock con mucho estilo y refinanmiento. En breve se hicieron conocer y con ellos compartiríamos escenario tanto “Isidore Ducasse”, como “Vértigo, “Blue Derek”, y “Candelaria Blues”. Con esas cinco bandas quedaría parcialmente cubierto el primer momento del blues bogotano. Sería injusto no volver a mencionar a “Los Lim-Ones” y a “La Plaga” de Memo Cristancho, quienes –por cierto- eran una especie de hijos del Hard Rock ochentero.