sábado

UNA ABUELA INFILTRADA ENTRE POETAS

para ustedes, tan pesados, tan apegados, tan poco leves
Ninguno de los y las asistentes al sepelio de mi abuela sabían que era ella conocida entre una parte de la farándula literaria local y aún entre rockeros de vieja data y hasta libreros. Narré un par de veces entre los deudos, el pasaje en que fuimos ella y yo al lanzamiento del libro del poeta nadaísta y entretanto guardaba para mi otros encuentros, otros momentos del chispeante humor y la inteligencia rápida para conectar anáforas, palabras y retruécanos.
Fue mi abuela quien patrocinó mis primeros libros de poesía (esas cajitas que actúan como tablas de salvación en ciertos momentos de la vida), libros que me alejaron para siempre de la incertidumbre de la nadería y la insondable levedad de los imbéciles, al decir de Levertov.
Neruda en edición de Oveja Negra y Vallejo en los talleres gráficos de San Victorino llegaron a mis anaqueles gracias a un patrocinio desinteresado, generoso y que sirvieron como disculpa, después que ella misma los leyera en parte, para contarme de cómo su esposo – mi abuelo Rafael Serrano, también músico y poeta – le escogía lecturas de su quizá breve pero inquietante biblioteca.
Leyeron juntos mis abuelos, como si fueran una clase de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sastre, lo poco no censurable de José María Vargas Vila y Julio Flórez, y aunque esos textos pasaban por el tamiz del buen lector y también censor, de oídas entendió mi abuela que allí reposaban escenas lésbicas, incestuosas o soliloquios en el cementerio.
Muchas veces fuimos juntos a la fonoteca de la Casa de Poesía Silva, para escuchar las voces grabadas de poetas como Roque Dalton, Roberto Fernández Retamar, o el reconocido Juan Manuel Roca, quien le preguntó a mi abuela en el año 88 si venía armada, haciendo uno de sus juegos de palabras y referencias literarias.
Distinguió a Germán Espinosa, a Harold Alvarado, a Mario Rivero y a coetáneos míos como Francisco Amín, Rafael Del Castillo, Carlos Alberto Troncoso, Javier Huérfano o Francisco José González y se tomó fotografías con José Luis Díaz Granados y su hijo Federico en las escalinatas que conducen al Museo de Arte Moderno, tomando vino y libando en Sebastián, una calaquita que no sé cómo era que se había colado en las vidas de la pretendida grupa de poetas jóvenes en ciernes, y es así que ellos veían en la abuela un motivo emocionante y la veneraban y la interpelaban como si fuera una más del grupo compuesto entre otros por Yesmer Uribe Vitobisch, Nelson León, Sandra Uribe, el brujo García y Fernando Denis, ahora al frente de una editorial independiente.
Cuando Federico Díaz Granados se fue a colaborar en el Magazín Dominical del periódico “El Espectador”, el estupor fue mayor. En los cafetines, en las calles del centro de la ciudad y en mi propia casa, casi no se hablaba de otra cosa. Durante meses, la cofradía que yo había convocado y que José Luis Díaz-Granados había bautizado desde su página literaria del periódico “El Tiempo” como “Generación del 98”, habíamos fraguado el modo de publicar una revista cultural que hiciera contrapeso al “Magazín” o que por lo menos refrescara el ámbito literario local y al mismo tiempo - veleidades deliciosamente irresponsables de la juventud - sustraer los objetos decimononos de los poetas venerados desde vitrinas inseguras en la Casa de Poesía, dinamitar el mausoleo de los Silva en el Cementerio Central (con cartuchos que Fernando Denis conseguiría en el mercado negro de Patio Bonito) o remplazar las losas de esas tumbas ilustres, con los nombres de quienes justamente en aquellos días visitarían en acto protocolario, ese sector de la necrópolis, en homenaje al autor del célebre “Nocturno”.
Fuera del grupo, fue mi abuela la única en conocer parte del plan “petricida” y aunque no supo los detalles y la magnitud del asunto, recuerdo que dijo su siempre lapidaria frase: “¡ay mijo, usté no se meta en eso!” De seguro mi abuela recordaría el día en que amable y sonriente, María Mercedes Carranza la saludó en la casa del poeta finisecular o cuando por primera vez caminamos por esa casa museo, leyendo una a una las plaquitas que acompañan las fotografías de Aurelio Arturo, Gonzalo Arango, Jorge Gaitán y Eduardo Cote, lanzando moneditas de veinte pesos a la pozeta del patio de atrás, bebiendo el pródigo canelazo que nos traía Dioselina desde el fondo de la casa, cuando Jairo era portero y cuando aún Raúl Gómez Jattin no venía del Sinú hacia el Hotel Regio en Bogotá, para quemarlo, ni tampoco estaba, por supuesto, su foto en la entrada, con el humeante “peche”.
Antes de iniciar la década del noventa, mi abuela, mi novia de entonces y yo, asistimos emocionados a una encuentro multitudinario de poesía, el primero de esa magnitud en el país, con cerca de mil asistentes devotos y silentes, reunidos alrededor de las voces de Jaime Jaramillo Escobar X-504, Juan Manuel Roca, Harold Alvarado Tenorio, Dario Jaramillo con la pata coja, Nicolás Suescún, Augusto Pinilla y ahora sí, como una voz magmática, el inusual monstruo del valle del Sinú, que únicamente solía hacerse daño a si mismo: el grande Raúl Gómez Jattin.
Luego del evento “La Poesía tiene la Palabra”, (un espaldarazo grato para mi y supongo que también para muchos más) la misma casa cultural convocó a la multitud (nadie sabía que los lectores de poesía éramos una multitud y que quienes intentaríamos cometer versos éramos una legión) para escoger por votación “el mejor verso de amor de la poesía colombiana” y entregó tarjetones a diestra y siniestra como en cualquier sufragio. Mi abuela, por supuesto, envió su voto por los versos que sentía más puros en el universo y los más amorosos de todo el planeta: los que su nieto escribía para la niña que “cerraba con alas de violeta el temor de los tristes acantilados de la tarde”, un nieto por cierto inédito, ingenuo como se debe ser en poesía, pero lector – para colmo - de “Piedra y Cielo” y de Góngora y Argote, Calderón de la Barca y Bécquer.
Estaba enamorado de la muchachita que vivía en la esquina de la Iglesia Cuadrangular, arriba de la estación de Gasolina, donde terminaba en el sur la avenida Boyacá por esos días, y era la hija de un gendarme asesinado cruelmente en el barrio Venecia, a mansalva y sin gondolier a la vista.
Aunque eran más crudas y mejores esas historias de barrio, cuando con mis amigos de la barriada tirábamos piedras en el delta del Tunjuelito o hacíamos interminables filas para comprar el cocinol y el viento nos quemaba la cara como si fuera una brasa, mi abuela y yo continuábamos conmovidos por el verso de Jorge Rojas que decía: “es un lunes o es un lunes disfrazado de domingo”.
Como sea, era maravilloso que un día se pudiera disfrazar de otro. Y un camuflado día de esos vi al viejo Rojas cruzar la avenida Jiménez a pie, lo cual fue emocionante en una era en la que los poetas no posaban de vedettes (pues eran peor que eso: dandies a mano fuerte), y tan sólo vestían de paño inglés; pero el bardo iba de campirano, casi de overol y parecía un carpintero comprando suministros en la zona industrial. A Eduardo Carranza lo llevó el hermano Edgar Abrahim al colegio San Bernardo De La Salle donde yo estudié y donde recitó el “Soneto a Teresa… en cuya frente el cielo empieza” o el “Soneto con una Salvedad” (“salvo mi corazón todo está bien”), para desconcierto de un millar de muchachos bien peinados que haríamos carrera en rock, en arte, en poesía o en delincuencia.
Yo escogí de lo primero. Nos reuníamos en la gruta mariana del colegio lasalllista, a leer poemas bobos que escribíamos una comisión de zoquetes de la palabra, bajo el permiso de la virgen del carmen que como era de piedra no escuchaba a los atorrantes y como era prudente y benigna, nos perdonaba…fuera lo que fuéramos. Allí llego a rodearnos de guijarros, uno de los más deslumbrantes poetas de la generación nacida en los setenta. Era Willmer Echeverri, un juglar en ruedas de patín que se prendía de los autobuses como una lagartija y que se parecía – por su rizado cabello de oro – al cantante Klauss Meine, de la banda alemana “Scorpions”. Lo traigo a colación porque es ahora – que vino a acompañarme en este tránsito, a su modo – donde más y mejor conoce uno a los amigos.
Echeverri no sólo conoció a mi abuela, bebió del preciado brandy que obsequiaron en la ahora para mi legendaria casa “Quiebracanto”, sino que gozó cierta complicidad y alcahuetería de la abuela y probó también un poco los regaños mínimos que una mujer consciente de lo que significa ser poeta en un país de oprobio, podía proveer.
En algún momento llegaron otras lecturas públicas de poemas, frecuentes apariciones en radio y televisión y una que otra publicación en revistas literarias, lo cual tenía siempre una dedicatoria implícita a mi cómplice de siempre. Estas fueron efímeras emociones compartidas siempre con la abuela; cosas que se comparten una sola vez en la vida y se hace con la plenitud de quien abraza el cielo de junto, con el mejor amigo.
En la derrota del amor, fue ella quien vino de ese cielo de al lado a contemplar la dureza de esos días, cuando lo sólido se había derretido y lo monumental se había vuelto deleznable. Llegaba muerto de luchar en la ventisca, con el alma tijereteada por “una mujer que no escuchaba” y aunque me dejaba oir una y otra vez los blues que escribí en otro lugar, bajo una noche iluminada, aborrecía que pasaran ahora tan rápido los días y que en efecto “los ruidos se devuelvan, dando giros hacia atrás”.
Con el tiempo la herida se había ocultado y los compañeros de la generación literaria se perdieron en el tiempo y en las rencillas; los poetas de Piedra se volvieron de Cielo y los de la generación desencantada regresaron al anonimato, pero fueron siempre las presencias que venían una y otra vez en los periódicos, en la radio o en la televisión, para gusto o disgusto de mi abuela quien les reconocía fácilmente– aún envejecidos – en las páginas de esos recorridos mediáticos y que finalmente eran el tema de largas reminiscencias de lo que he contado y de un sinnúmero de eventos más.
La abuela sabía, por ejemplo, la raíz de la torpe enemistad mía con el poeta Juan Manuel Roca. Era justa e imparcial. Todo se debía a un olvido en los créditos de agradecimiento a los presentes, al finalizar el evento de lanzamiento de un número importante de la Revista “Puesto de Combate”. Mi abuela subrayó siempre ese evento; una omisión torpe que el poeta tomó como ofensa personal, alevosa, arrogante y quizá retadora de mi parte, pero que simplemente fue un omisión momentánea por culpa de los spots aturdidores suspendidos en el techo del teatro. No obstante, el poeta nunca perdonó la impertinencia.
Sin embargo y también en lectura pública compartida con William Ospina y Federico Díaz-Granados, Juan Manuel Roca espetó el tema de los vampiros – metáfora considerada novedosa en la poesía colombiana por parte del lingüista, crítico literario y también poeta, Oscar Piedrahita González – diciendo que ya él mismo la había usado treinta años atrás, procurando borrar así el balbuceo de mi propuesta poética inicial: la figura del poema – vampiro.
Ospina salió en defensa del joven literato agredido y zanjó lo que se pudo haber convertido en una de las batallas campales que han hecho famoso a Juan Manuel, la Roca en el zapato para más de uno. Mi abuela le tomó entonces un aprecio inusual a Ospina y recientemente lo encontramos en Usaquén, intentando cruzar la carrera séptima, de brazo con dos abuelas y cargando un pastel de Nicolukas. Ella quiso saludarlo, pero era un momento singular y embarazoso, para todos.
Veníamos de alguna de sus consultas médicas en la sede del Hospital Militar de la 119. Nos escapábamos de vez en cuando a tomar un capuchino con croissant, después de alguna de esas interminables perlas del rosario de citas o simplemente dábamos una vuelta en el Ford 96 de mi papá, uno de los hijos más dedicados y abnegados que jamás alguien conociera.
En esos encuentros divagábamos entonces acerca no sólo de poetas, claro, sino también de rockeros conocidos como Fredy Morales, quien fuera guitarrista de planta de Shakira y de Cíclope y quien siempre le enviaba saludos o preguntaba por ella. Sabía de los “negacionistas”, de Pablo Estrada y Larry Mejía y le emocionó vernos juntos con el mundialmente reconocido periodista Guy Talesse, en una fotografía reciente en el Festival F-11 de la Revista “El Malpensante”.
Alcancé a leerle algunos apartes de la novela “Ursúa”, reciente publicación de William Ospina y hablamos de “La Nostalgia del Melómano”, la primera novela de Juan Carlos Garay que a mi juicio cumple a carta cabal con despertar el sentimiento que reza su poco inquietante título. Consecuente con la emoción de esa lectura, decidí volver a mis viejos acetatos y es así que re-encontré a Jimi Hendrix y a “Weather Report” recostados en poetas como Gonzalo Rojas, Aquiles Nazoa y León De Greiff, prensados en la “Casa de Las Américas” de Cuba. Nos pusimos con la abuela una mañana no muy lejana de este año, a escucharlos completos, ininterrumpidamente, y eso le trajo memorias frescas (a pesar de décadas allí reflejadas) de nuestras deliciosas incursiones a la fonoteca de la Casa Silva que en los noventa custodiaba Margarita Contreras.
La abuela era muy buena en cuestiones de memoria. Era como un fonógrafo dulce hecho abuelita a quien había que darle poquita cuerda para escucharle: la cuerda de un atisbo, un olor, una pregunta. Venían entonces por oleadas los recuerdos orales de los años treinta o cuarenta, como cuando mataron a Gaitán y esa voz corríó por todo el pueblo de ella, como un escalofrío.
Recordaba sus años y sus días de infancia con una sorprendente lucidez y los paisajes en el campo de tabaco en Zapatoca, en Santander del Sur, eran tan vívidos, que acaso uno lograba percibir el olor de los capotes de la planta seca que después fumáramos en reuniones navideñas o que yo repartía como un objeto exótico entre amigos.
Los ancestros de mi abuela fueron como ella, cultores de tabaco en plantaciones del sur de Santander, y su madre Filomena parecía que era un hada musicante entre musgos y sueños atrapados en la plantación. No hablaba mucho de su padre, un hombre magro y mucho mayor que su esposa a quien temían en las noches de retorno a la casita de campo. Rezaban todas las noches ella y sus muchos hermanos y en alguna de esas sesiones se escucho la batahola de la muerte que rodaba en fuego verde por entre los campos plantados del de la gigantesca hoja de donde saldrían “chicotes”. Narraba mi abuela en las noches bogotanas de los apagones, esa historia tétrica de cien esqueletos rodantes que se veían venir a los lejos y que en dos segundos pasaban juntos hechos una sola borla por el portal de la casa campirana, arrasando con todos los que a esa hora transitaran “el caminito rial” que llevaba a las parcelas de plantíos. La leyenda de la luz de guatiguará fue el espectro refrescante que acompañó mis noches de petrificado amor por espantos, vampiros, lobos y murciélagos que han poblado desde entonces mis acequias y mis ruinas de pasado estelar.
O cuando estropeó quizá su único juguete de la infancia: una muñeca de caucho de tan tierna pero provocativa estampa, que ella –ignorando el perjuicio que esto haría a sus pocos días de juegos y escarceos infantiles – la mordisqueó copiosamente dañando así la lozanía de unas mejillas rozadas logradas por algún juguetero dedicado.
Aunque adoraba a los animales, de niña jugaba ingenuamente con polluelos que terminaban ahogados por asfixia provocada, pero también trepada en un árbol halló alguna vez a una serpiente y fue de allí que provino su resuelto miedo a ellas, una fobia tan monumental que incluso temía verlas en televisión o cuando un bromista le llevó una costosa réplica a su lugar de trabajo y que ella destrozó por reacción e impulso natural, al tratar de quitársela de encima.
Comía guanábanas y el rastro de la fruta en el camino o en su ropa, delataba sus andanzas cuando la había enviado su madre a otro menester de campo o pueblo; ella insistía en que las frutas la llamaban y que las encontraba abiertas y olorosas, sumamente maduras. La abuela venía de otro tiempo, de eso no hay duda, pero uno podía verla actual y de vanguardia, tanto así que le celebraron y conocieron entre artistas, cosa rara en este tiempo enrarecido por espectros verdaderos y serpientes delicadas.
En el servicio de la Iglesia prendieron luces navideñas y el sacerdote pensó que no era lo adecuado y lo dijo en público, pensando en el solemne rito para una mujer religiosa y de sobra espiritual, desprendida del inútil lastre de la vida o de la pesada carga de las cosas y de los objetos del mundo. Iba de viaje; ella iba de pasajera, pero su equipaje nunca exedía lo que pesa la sonrisa, lo que abarcan los abrazos, lo que ocupa una oración o lo que consume una velita. Por eso se fue leve – como en vida – hacia el otro plano elevado de conciencia, aunque no supiera de mantras o de meditación a la manera de los lamas. Eran suficientes oraciones que colgaba en la ventana o debajo de la ducha, para cuando volvíamos todos de la dura afrenta de los días… nosotros, que a veces nos hacemos tan pesados y tan vulnerables.
Se despidió de todo y de todos, con la sonrisa de un ángel en pantuflas y aunque refunfuñaron los extraños que vinieron de visita desde lejos por que yo no estaba justamente a su lado en el minuto exacto de su deceso, que sepan ahora que la celebré en vida, que bailamos vals y rock n’ roll en navidades pasadas, que leímos poesía sin cansarnos, que fue mi ángel protector de madrugada o en las noches de terror que ya se han ido o que fue mi radioescucha favorita (en un momento que pensé que nadie más me escuchaba) y que ya nos habíamos despedido la noche anterior con uno de esos guiños inenarrables que sólo suelen darse en la tarima, tañendo cuerdas o soplando cobres, los músicos, en un secreto idioma que sólo hablan pájaros y otros seres alados. Y es que ella siempre será parte de la orquestación con alas que hay que hacerle a la existencia, para llevar cada vez menos cajitas amarradas con cordeles y cabuyas y ser cada vez un poco más cercanos a lo leve.
Que sepan que éramos uno solo. Que jugamos siempre a hallar la ruta del tesoro. Que fuimos siempre religiosos viendo el ojo de un pez o escuchando el silbido de las aves de mañana. Que creíamos en estrellas y en galaxias duraderas, en el amor y en la existencia como tránsitos, en las invenciones y en la fe de lo que nunca vimos. Que creímos en fábulas y en lugares imposibles, que veíamos experiencia en la piedra del camino y que nos colamos por justos en la inocencia y que por ello nos infiltramos juntos entre poetas.

martes

NEGACIONISTAS EN LA U.NACIONAL

Fuimos en bicicleta hasta la Universidad Nacional, pues nos gusta y pensamos que era lógico hacerlo de este modo con cierto tono de irreverencia con una tropa de visionarios, de nómadas, de hombres de a pie y viajeros. Éso al menos es lo que su poesía parece transmitir con sus alusiones o con sus directas conclusiones. Ellos se hacen llamar los Negacionistas. Realizamos una entrevista con el mayor (en edad) de todos ellos y esto fue parte de lo que nos respondió. (colectivo RADILA)
COLECTIVO RADILA: ¿Qué es esto del Negacionismo?
RAFAEL SERRANO: El Negacionismo es una propuesta novedosa en el panorama de la literatura local. Básicamente los percibo como un grupo breve pero muy representativo de jóvenes que están realizando el ejercicio de lo escritural e incluso ejercen la crítica, comparten las lecturas... digamos que son como un organismo autótrofo (ellos dirían que onanista) y aunque leen a otros, prefieren normalmente el ejercicio saludable de la autoreferencia pero con sentido crítico. Al menos recurren al encuentro, al autoreconocimiento de si y de su obra en marcha y han rescatado la tertulia y los sistemas de correción de textos colectiva, como un taller de poesía.
Uno de ellos, Pablo Estrada goza de una clara...mmm, digamos lucidez conceptual y lleva un poco la directriz del asunto. Fue formado en la facultad de Literatura y supongo que eso mismo le ha ayudado en su carrera como escritor para narrarse como tal, con el aumentativo de haber sido hijo de un prestante, culto y reconocido librero. A él podrían preguntarle mas cosas sobre el Negacionismo... lo conoce mejor, porque se lo inventó, es un hombre sumamente lúcido y organizado, con claridades y también con muchas preguntas; además es muy divertido y leer o escuchar lo suyo también lo es.
¿Negacionismo no suena como a Nadaismo?
Puede que a muchos les suene y en efecto el narrarse como ismo tiene muchas implicaciones, entre otras la de proponerse como vanguardia y todas estas cosas. Entonces quizá un público, por demás silente y casi invisible, saltaría a la palestra para abuchear a la grupa. Hasta el momento los Negacionistas no han hecho ningún escándalo público, ni bochornoso de trascendencia al menos local...¡aunque lo han propuesto deliberadamente y han cazado varias peleas! (risas) Y es que este tipo de cosas es lo que espera la gente...pero no, ellos están muy concentrados en el tema de leer, corregir, leer, corregir, conocer a otros y asuntos similares. Y la verdad es que han comentado -esto es una infidencia- la intención de cometer acciones que los vuelvan centro de atención y mira de francotiradores.
Entonces ahí es donde entro yo para enunciarles en primer lugar que esto o aquello ya se hizo años atrás y termino sugiriendo que volver a la concentración que debe ser natural, en los libros, es lo mas saludable de todo.


Cecil Taylor at the Beat Generation Conference

jueves

NEGACIONISTAS EN LA FAUNA LITERARIA

Para contribuir a cierto caos religioso que esta página contiene, agregué un video de Eric Burdon. ¡Blues!: justo aquello que a los negacionistas no les gusta (por lo menos no a Estrada) y que sería la banda sonora de sus escapadas hacia el fondo de la noche. Revisen la Invitación que hay aquí, el video, los poemas y la coda: un texto que escribí para presentarlos en la Casa de Poesía Silva, hace cerca de un mes y medio atrás.
De igual modo, celebramos la reciente publicación de algunos textos de los jóvenes poetas en el suplemento literario del diario venezolano DE FRENTE, gracias a la diligencia del poeta ORLANDO PICHARDO. ¡Enbuenahora! Rafael Serrano

Tabacco Road - Eric Burdon and the Animals

miércoles

POEMAS Y POETAS DEL NEGACIONISMO

Leo por estos días un divertimento. Importante como las obras de Foucault, Deleuze y Bergson, estoy dedicado a un bello texto conservado bien (quizá por los alcoholes que por él han resbalado) y es que se trata de un texto mas bien antiguo, con mas de cuarenta años de haber sido editado, y que da cuenta de quiénes fueron los poetas de "La Gruta Simbólica".
Insignes bebedores de aguardiente, estos poetas no solamente libaban de una calavera, sino también de una serpiente de caucho que daba la vuelta al cuarto en el cual se reunían con la periodicidad de un buen amante y de sus fauces de cobre brotaba hace ya casi un siglo, el prohibido líquido, tan caro a los graciosos bardos.
Esto sucedía en la casa número 203 de la carrera quinta, en Santafé de Bogotá, un caserío dado a la maledicencia y al cuchicheo rencoroso. ¡Como en nuestros días!
Cerca de allí se reúnen hoy día los poetas del Negacionismo. Una grupa breve pero intensa, contradictoria pero firme, llena de dudas y de problemas, como los ilustres ancestros, aún sin visibles soluciones, pero con propuestas.
Son tres jovencitos: burlones, brillantes, chispeantes e ingenuos (si no fuera de ése modo, jamás habrían logrado entrar en poesía, al decir de Pellegrini)
Por lo pronto publicamos una muestra breve de dos de ellos e invitamos al encuentro que tienen este próximo viernes 25 de mayo de 2007 a las 6:30 p.m. con motivo del lanzamiento del libro de Fermétedes Contreras, titulado RECAÍDA EN EL MISMO SUEÑO. Esto será en la Galería Café Casablanca en el barrio La Candelaria, en la Calle 15 no.4-12
Tiempo de tertulia con estos jóvenes escritores, in memoriam de la Gruta, por divertidos y virtuosos y amén de los malos conjuros que algunos coetáneos lanzan sobre esta muchachada.

PABLO ESTRADA


¿PARA QUÉ POETAS?

¿Para qué poetas
si hay médicos, ingenieros y abogados
ejecutivos, secretarías y empleados?
¿Para qué poetas
si hay día del amor y la amistad
y nochebuena durante navidad?
¿Para qué poetas
si no han declarado
otra guerra mundial
ni han iniciado
una dictadura militar?
¿Para qué poetas
si hay cáncer y sida
y cómo clonar la vida?
¿Para qué si
hay toda clase de drogas
nirvana, karma y yoga?
¿Para qué si hay donde sea dementes
bisexuales, neonazis e indigentes?
¿Para qué poetas si hay putas?
¿Para qué poetas, para qué
si hay tantos canales de t.v.
reality shows e inertenet?
¿Para qué poetas?
¡Para qué!
¿Para qué diablos?
¡Ah, ya sé!
Para que los pobres críticos
tengan de qué vivir
y no se vean raquíticos
cuando vayan a morir.


21
Soy un joven descompleto
con rubor suicida
y labios humeantes
a veces ruego por la salvación
de mis ancestros
pero nadie me escuchó
el silencio susurra palabras sordas
que mis oídos necios desvirtúan
la rubia navaja acaricia mis temores
y calma mi soledad ambigua
palpo rocas virginales
luego siento acidez neural
–faltan faldas destiladas–
sin sombreros urgentes
tramo a tramo
quiebro espejos
dilato sombras
prefiero los besos fritos
que los revueltos
veinte
y uno.
PD: Eludo reclamos y milagros
creo en sonidos distorsionados
y ruidos estridentes
sigo deambulando hasta la muerte
en este sonámbulo
andar sin visiones.




JULIÁN MOLINA


HALANDO FIBRAS ORGÁNICAS

sacudo mi cabeza

permanezco sólo e inmóvil
esperando olvidar

dormido
después de llorar

algo se tambalea en la memoria
inútil y disimulado

el tiempo no se cura a si mismo

EL RITUAL HA TERMINADO

He tenido nuevamente ganas de amarte

he tenido una ligereza en la conciencia
así que mañana mismo
podemos comenzar

mañana mismo
podríamos continuar
destilando entre lo inerte este cáncer colectivo

este vapor de asfalto
que un día nos asfixió

pero en este instante se me escapa la palabra precisa
así que por ahora no puedo exhumarte

no puedo empezar a desarmar
las vértebras de esta nostalgia

lo admito

aun quiero tocar el fondo
de las líneas de tus manos

pero parece ser
que la metamorfosis
ha tomado otro camino.



lunes

NEGACIONISMO Y OTROS GRUPOS LITERARIOS

Por Rafael Serrano

El autor del siguiente texto fue invitado, como él mismo lo cuenta, por el grupo de poetas jóvenes autoproclamados como "negacionistas" para que los presentara en la Casa de Poesía José Asunción Silva, el pasado Viernes 27 de abril de 2007.Aquí la reproducción del mismo.

Estamos aquí reunidos para celebrar una vez mas la poesía, la literatura -si ustedes lo prefieren- o la vida misma, como quiera que sea el conjunto de elementos de un naufragio: objetos raros que acaso sean exactamente guiños, o fragmentos de una totalidad, astillas de lo que crujió y sobró mas allá de las tormentas. Estamos aquí reunidos para nombrar a una grupa de muy jóvenes escritores que se han autoproclamado “Negacionistas” y con ello quizá estemos frente al último de los ismos pretendidos mas allá de la muerte de la imagen y en la mitad del caos presentido y que muy a su pesar, como en una suerte de raro calambur, son la paradoja y la contradicción propias de este tiempo, pues precisamente en sus actos simbólicos de negación, es cuando mas afirman su trino trágico, su destino inexpugnable.
Me han invitado a leer poemas propios como coda de los suyos, esta noche y para que haga esta breve entrada a manera de bienvenida. Para empezar la discusión o abrir el interés en la importancia que puedan tener los gregarismos en la creación literaria, me han permitido hacer una referencia sucinta sobre los grupos literarios locales mas recientes, posteriores a la llamada generación desencantada o generación sin nombre que Juan Gustavo Cobo Borda refiere en su “Historia de la Poesía Colombiana”, en contraste con algunos autores nacidos en los años sesenta y setenta que están ahora mismo en búsqueda de un reconocimiento a través de obras en cocción: libros primerizos, letras ventilándose en la noche de la desprevención, versos madurando en el áspero forcejeo de este tiempo al que parece que nada le sorprende.
No se trata, por la brevedad misma de este encuentro, de un estudio docto ni mucho menos minucioso y mas bien sea la mínima reseña inicial de un panorama que no se había ventilado antes mas allá de los corrillos literarios, que por supuesto hoy día no ocurren en los aburridos cafecitos del centro de la ciudad, sino en los movidos bares de música electrónica, rock n’ roll latinoamericano o algún apartamento de alquiler en Chapinero o en Kennedy.
Del post desencanto a los talleres literarios
A mediados de los años ochenta deviene entre un grupo de jóvenes nacidos entre el 65 y el 75 un remarcable interés por la poesía y por el acto de intentar escribirla tan intenso como encomiable y ello está enmarcado entre la posibilidad de entrar a la vida académica universitaria, el agónico suspiro de las revoluciones, la caída del muro de Berlín, la perestroika y el temor y la desconfianza de salir a deambular por la ciudad, debido a las bombas del narcotráfico.
Este entusiasmo por leer e incluso por escribir es avivado por la creación de una Casa dedicada por entero a la poesía, con biblioteca especializada y sala de lectura, librería, sala de conferencias y una nunca antes oída, sorprendente fonoteca. Con ella vienen entonces una serie de clases magistrales guiadas, en su primera cohorte, por los poetas que en aquel entonces las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo publicaba y denominaba “jóvenes”: estos son entonces algunos de los representantes de la generación desencantada: Nicolás Suescún, Harold Alvarado Tenorio, Jaime García Maffla y Juan Manuel Roca.
Un libro con entrevistas breves y una muestra de poemas hecho por Rosita Jaramillo (Oficio de Poeta,1978) había dado cuenta de ellos. Entre la muchachada que para 1986 lejos estábamos aún de cumplir 18 años, nos eran familiares otros varios poetas como Darío Jaramillo Agudelo, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza, Oscar Piedrahita González, Alvaro Rodríguez Núñez, José Luis Díaz – Granados, Néstor Madrid Malo, José Pubén, Henry Luque Muñoz, Omar Ortiz, Edmundo Perry, Jaime García Maffla, Raúl Gómez Jattín, Guillermo Martínez González, Armando Orozco, José Manuel Arango o Mario Rivero, sin descontar a nadaístas como Jaime Jaramillo Escobar, Jotamario o Elmo Valencia entre muchos otros.
De aquellas clases magistrales que se conocieron como los “talleres de la Casa Silva”, surgirían algunos grupos literarios que aunque han sufrido las fragmentaciones y los avatares propios de una época de reveses, mas las insospechadas luchas del intrincado carácter de lo humano, son una única muestra de cohesión en torno a la creación literaria y el ejercicio editorial de los años mas recientes.
Ellos son el grupo de la revista “Común Presencia” liderada por Gonzalo Márquez Cristo quien deslumbró por aquella época con su libro “Apocalipsis de la Rosa” y el grupo en torno a la Revista “Ulrika” dirigida por Rafael Del Castillo. Con estos grupos se logran algunas fracturas importantes en el lenguaje y en los temas, pues comienzan a contar la ciudad que desborda la muy focalizada y decimonónica ciudad del Café Automático o El Cisne, para volcar la mirada desde la periferia en barriadas como Kennedy o Centro Nariño. En particular algunos miembros de la Revista “Ulrika” proponen ese acervo y no niegan su devenir –aunque ilustrado en la universidad pública- provinciano y de ahí los temas a desarrollar. “El Montallantas”, emblemático libro de poemas de Robinson Quintero, no intenta elucubraciones mas allá de su propia infancia y su realidad en el taller outsider de su padre, al lado por supuesto, de una carretera. De igual manera Del Castillo en su poema “animal de baldío”, no se atreve mas allá del universo vibrante en un lote cercado mientras una bestezuela pace en ese confín. Mauricio Contreras celebra y emula en su mas reciente libro, al perro que se despereza a la luz del sol de un nuevo día mientras menea la cola. En Armando Rodríguez Ballesteros las moscas describen “figuras caprichosas en el aire”. Y cantan juntos a la amistad y a la embriaguez, inevitables, a pesar suyo. Aparte de los mencionados y de John Fitzgerald Torres –miembro original de los llamados “ulrikos”, Gustavo Adolfo Garcés, Joaquín Mattos, Orinzon Perdomo, los hermanos Fernando y Guillermo Linero, Juan Carlos Galeano, e incluso Victor Gaviria, hicieron parte entre varios otros poetas, de esa cofradía que tiene en su haber logros importantes como las varias versiones de un encuentro internacional de poesía que trajo hace casi diez años, por ejemplo, al maestro chileno Gonzalo Rojas e intentó por contacto y a través de Jotamario Arbeláez, traer al legendario poeta beatnik Allen Ginsberg, poco antes de su muerte.
Una nueva “generación del 98”
También procedentes en su mayoría de los “Talleres de la Casa Silva” vendría una generación hoy en día dispersa, nacida en los años setenta, de uno o dos libros publicados hasta ahora y, como los de “Ulrika” con poco capital social, de clase media, e ilustrados en la universidad privada, algunos, básicamente en carreras como periodismo o arquitectura. Estos provienen de la música rock, han leído las traducciones de los poetas expresionistas alemanes y se encuentran por primera vez en la misma página de poesía del suplemento dominical del periódico que diez años atrás les había traído noticias de sus ancestros bardos.
En esa página de finales de 1997 aparecieron impresos poemas de Victor de Currea Lugo, John Galán Casanova, Sandra Uribe, Gabriela Santa, Fernando Denis, Andrea Cote, Yesmer Uribe Vitobisch, Jorge Humberto Villanueva, Nelson León, Andrea Bulla y quien redacta estas líneas, que a su vez se impuso como tarea conectar y presentar la pretendida “Generación del 98”, acto generoso a través del cual José Luis Díaz-Granados propone una posible vinculación generacional entre los mencionados y su hijo Federico, quien acababa de publicar su primer libro, “Las voces del Fuego”.
Nos propusimos entonces encuentros semanales que apuntaban a recobrar nuestra propia historicidad (la local y la universal), recobrando lecturas, discutiendo vanguardias, compartiendo autores que para unos eran familiares y para otros novedosos. Nos propusimos presentarnos en diversos lugares como grupo literario, haciendo algunas performancias, libando de una calavera al estilo de la gruta simbólica de Jetón Ferro y Julio Flórez, leyendo manifiestos de creación colectiva o pretendiendo la muerte de la rígida razón, diseccionando vísceras en público. A la Feria del Libro de 1998 fuimos con la intervención de dos modelos desnudos que caminaron sobre pétalos de rosa y un tapete rojo y en la Alianza Francesa organizamos ciclos de lecturas de poemas con invitados para la interlocución, del peso de Juan Manuel Roca y William Ospina.
Esta fue una generación de referente icónico. En cambio de cobrar distancia de los autores de mayor influjo, se les hizo eco y se les amplificó y teníamos lugares comunes, personajes afines para cantar y celebrar: Jim Morrison, Arthur Rimbaud, Alejandra Pizarnik. Pero de la simpatía por el rock provino entonces la posibilidad de cantar al estilo lúgubre de la tendencia “gothic”, para ensayar una estética rumorosa entre lo lúgubre y lo simbólico de un mundo expectante.
Vitobisch dice en su “Poema del circo y el infierno” que “es maravillosa la hora después del espectáculo” en el circo, pues este es también: “una sala de urgencias, un cementerio, apenas una puerta entre la risa y el espanto”. Aunque no sea necesariamente novedosa la aparición del vampiro en literatura, la expresión metafórica del poema vampiro atravesó a esta grupa como un dardo o como una estaca.
Humberto Villanueva era, sin saberlo, de la estirpe de Rilke o de Attila Joszef; es decir, los poetas videntes capaces de percibir a profundidad la existencia y predecir su muerte. “El equilibrista” es el nombre de su único libro de poemas y en el texto del mismo nombre en el que aventura una inquietante metáfora del desasosiego y la caída sin remedio, el poeta explica porqué, aunque la familia del personaje que habla en primera persona tiene un circo, nunca él pudo involucrarse como fonomímico o payaso, pero prueba suerte en la cuerda floja hasta que un día dice “he dedicido perder el equilibrio”. Villanueva, en efecto, cayó al vacío en diciembre de 2005 desde un techo de dos aguas, en una casona chapineruna, mientras intentaba malabares en su bicicleta, arriba en ese techo de barro.
Negacionismo: estética en curso
Pienso que un día se van a borrar los prejuicios temporales y hasta estéticos entre uno y otro grupo literario medianamente cercanos en edad. Pero ése es quizá demasiado otro asunto. El “Negacionismo” es diametralmente opuesto a sus predecesores inmediatos.
La pregunta abierta entonces es, hasta este momento, la del porqué y para qué un grupo literario en tiempos aciagos, en tiempos en que es inútil –mas que nunca- el acto de escribir. Unos versos de Pablo Estrada lo confirman: “¿Para qué poetas/si hay cáncer y sida/y cómo clonar la vida?/¿Para qué si/hay toda clase de drogas/nirvana, karma y yoga?/¿Para qué si hay donde sea dementes bisexuales, neonazis e indigentes?/
Para referirme al “Negacionismo” me distancia, para fortuna de todos, mas de una década en edades y escasamente me une con ellos una lectura de sus poemas y ligeramente mi perdido gusto por su vigente amor hacia el heavy metal. Algo de lo mas saludable posible: la serenidad de la distancia. Se me ocurre que tampoco engrasan sus cabelleras como lo sentenciaba Rimbaud, ni que son muy peligrosos, como decían los nadaístas. Sí están emparentados con la vanguardia, lo explican en sus manifiestos, pero entienden que las vanguardias murieron. A través de la negación se explican y en efecto, como aventuramos en un comienzo, les preocupa la historicidad. Anotan en su manifiesto titulado ¿Qué NO es el Negacionismo? Lo siguiente:
El negacionismo NO es un nuevo movimiento literario.
El negacionismo NO es una corriente estética o un estilo artístico.
El negacionismo NO tiene orientación ideológica alguna.
El negacionismo NO tiene principios o finalidad.
El negacionismo NO tiene sentido.
Y tampoco es absurdo.
Nadie conoce el negacionismo.
Julián Molina privilegia los aforismos que acaso incluyen una lectura interior e interna de su grupo, de su época y de su generación, muy al estilo de la “modernidad líquida”, donde hay condena y cada quien está sometido a lo que se merece. Escribe Molina:
El capitalismo es un laboratorio de control de calidad de vida.
Las oficinas son prueba contundente de la civilización...¡Cómo se han humanizado las mazmorras!
La idea de la salvación la persigue todo aquel que no es capaz de sentenciarse a vivir por sus propios medios.
Existen sólo dos senderos que no se ramifican: La perdición y la salvación.
Un mundo a nuestra imagen y semejanza es la negación del mundo.
Los negacionistas devienen rockeros y es algo que hacen evidente, pues se presiente el eco, la mimesis del artista que presenta la apertura de un concierto y hasta parece haber encantamiento por ello, en contraposición de las “estrategias del desencanto” de las que habla Rossana Reguillo. Larry Mejía intenta una taxonomía del lenguaje y de los lugares de enunciación de los objetos cotidianos, acaso para re simbolizar los sentidos y reír de ellos, como en su poema “senti-miento”: “Vive mucha gente en el barrio La Soledad
En La Perseverancia nadie persevera ni alcanza
En El Palacio no hay más que tres mesas de billar
y una carambola de injusticia”
Se hace posible pensar que una afección gregaria en torno a la literatura supone hoy día, tenacidad y anhelo de permanencia y comunidad de emoción, a contracorriente del abyecto individualismo de nuestro tiempo y es el espacio para compartir intuiciones y molestias, en temporada oscura para un ejercicio literario que imita las dinámicas sociales, pues al interior de sus, concentrados, oscuros círculos se hacen señalamientos, se recurre y se da fe a la práctica de la maledicencia, se omite y se silencia al otro, por peleas personales cazadas (o qu otros cazaron por uno) y pocas veces se privilegia el trabajo y la obra en curso.
Escuchemos pues las voces del “negacionismo” una grupa insistente que, de perseverar, serán una voz renovadora en la poesía colombiana.

miércoles

John Coltrane - Mccoy Tyner - Jimmy Garrison - Elvin Jones

PASIÓN E INTERÉS POR EL BLUES Y POR EL JAZZ

Comienza hoy (miércoles 11 de abril de 2007) una nueva versión del "Festival de Blues Libélula Dorada". Comienzan para algunos (como yo) ciertas nostalgias y aunque prometí publicamente no involucrarme más con esas remembranzas, es motivo de euforia traer a colación esos momentos.
Pronto volverán las oscuras golondrinas. Entretanto, estos videos, estas líneas y mucho blues.

martes

Jimmie Rodgers - Blue Yodel No 1 (T For Texas)

UN "JALÓN DE OREJAS" POR NOSTÁLGICO Y APASIONADO

Andrés Cardona y Carlos Reyes son dos de los gestores de la "Bogotá Blues Society", una grupa de asesores de bares, bandas y festivales (tal y como ellos mismos se describen) y quienes a su vez tienen una bien lograda página blog en "my space", tal como lo mencionamos y recomendamos leer en una entrega anterior.
Escribieron cada uno por su cuenta para darme "un jalón de orejas" cordial, justo y amistoso, que he aceptado de buen modo y es así como se los hice saber vía mail. Cardona me señala como "nostálgico" y tiene razón. Reyes me recuerda que hacia 1997 él mismo tenía un bar que se llamaba "Bajo Mississippi". También él tiene razón: ¡eso fue cierto!
El asunto es que mis anteriores blogs sobre el surgimiento del Blues en Bogotá acusan un lugar preciso en el cual tocan bandas y se consume alcohol y rock (y a veces blues) pero sucede que allí animan a los clientes para que consuman licor a borbotones.
A mi me fue muy mal per via de injusta expulsión y mala atención (por sóbrio, mas no por borrachín)
De cualquier modo hemos aclarado algunas circunstancias, ha prometido Cardona presentarme con los dueños del lugar en mención y es así que asumo mi apasionamiento, mi nostalgia noventera y acepto que -como a todos- a veces peco de cierto maniqueísmo.
Todo sea por el bien de esta nueva etapa del Blues Local en Bogotá en donde ellos pretenden no repertir viejos errores. Los errores que por cierto los de la TBBS ven reflejados en los que ahora somos más viejos y algo sabios.
¡Ah... y hasta me invitaron a "un shot de Jack Daniels"! No declinaré esa invitación y ojalá así se resolvieran otras situaciones en este país sitiado por intolerancias y violencias.

BREVE HISTORIA DEL BLUES BOGOTANO

Otros extranjeros fueron también piezas claves en la consecución de un sonido local propio y en la recepción de “trucos” y esencialidades propias de la actitud blusera, mucho tiempo antes de la era de internet.
André y Phillip fueron dos mas de esa grupa. André vino también del Reino Unido, en los noventa, huyendo de la INTERPOL por cargos como porte y tráfico ilegal de drogas y era un muy buen guitarrista y cantante de blues que hacía parte de una agrupación tan sorprendente que no tenía mucho que envidiarle a los “Bluesbreakers” y en su formación actuaba el mismo saxofonista de planta que tocaba para la banda de James Brown.
La banda de André se llamaba “Two Way Stretch”, me la puso a sonar en una cinta de cassette que traía en el bolsillo de su camisa y me estremeció tanto que fue así como me di cuenta que a los músicos locales nos hacía falta mucho trecho aún por recorrer. Si esto es lo que hace una banda pequeña –me dije a mi mismo-, digamos una banda local que aunque ya había grabado tres discos no era de talla internacional, ¿en qué grandes pasos estarían las agrupaciones mejor consolidadas?
André me dio una tarde a guardar un maletín de piel en un local de blues y jazz que teníamos mi baterista y yo en la carrera quinta con calle 19, en pleno centro bogotano y que se llamaba “El Gato Eléctrico”. Desconfiado lo recibí. Me di cuenta que lo estaban siguiendo, que estaba en un “hard bussiness” y que probablemete habría de involucrarnos a mi socio y a mi en alguna situación delictiva.
Volvió como ebrio, alucinando. “Yo soy un hombre de blues” –me dijo en su acento extranjero, casi agarrándome de la solapa- “y si quieres que te lo demuestre...consígueme una guitarra para cuando regrese” Se llevó el maletín, tambaleando y no volvió hasta pasados ocho días exactos, un lunes en la tarde.
Auténticos Bluesmen merodeando en el barrio de Las Aguas en Bogotá
No por casualidad tenía una guitarra eléctrica en mi lugar de trabajo: ese cafecito en el cual sonaban de forma exclusiva las “notas de paso” de contrabajistas como Jimmy Garrison o Charles Mingus o los “riffs” lujuriosos de Buddy Guy o Albert King.
Le presté, ex profeso, la guitarra eléctrica de mi amigo y compadre Orlando Parra, miembro fundador de la legendaria big band de la que hablaremos mas adelante y entonces André, en efecto, demostró porque era un auténtico “hombre de blues”.
Escasamente pasaba los 35 años de edad y tenía una voz privilegiada, buena técnica en la digitación del instrumento, magnífica imaginación y tocaba muy bien la armónica, “el saxofón de los pobres” como él mismo me enseñó a nombrar ése adminículo sonoro.
Me contó sobre su larga escena en el tablado de ilícitos y no era breve tampoco su parlamento. Su historia estaba resumida en el mismo nombre de la banda: “Two Way Stretch”. ¿Sabes que significa eso? –me preguntó y yo asentí – “Sí, ‘Dos Caminos Estrechos’”, a lo cual él corrigió diciendo: ‘Dos vías que se juntan’, pero también quiere decir ‘Doble Condena’ que es precisamente lo que pesa sobre mi porque me buscan tanto en territorio inglés como en colombiano”. Hizo una pausa ligera y agregó tomando su cabeza entre los brazos acodados en la barra: “That’s the story of my life” y volvió a su silla donde le esperaba un vaso de cerveza y una muchacha muy bella.
André rompió una cuerda de esa guitarra ajena. Debí reponerla ipso facto para cubrir el pequeño delito, pero todo fue inútil, pues su dueño original se dio cuenta al simple contacto visual con su querida Jackson clásica.
Luego llegó a ése mismo local otra semi leyenda urbana: Philliph. Un buen armonicista proveniente de Chicago quien aseguraba haber sido manager de Sonny Terry y Brownie McGhee quienes juntos, como sabemos, fueron la leyenda viviente mas singular de la época dorada del llamado “Country Blues” de los años veinte y que sobrevivieron a las modas del Heavy Metal, el Hard Rock y aún en los noventa, de la parafernalia del Hard Core neoyorquino.
Philliph dominaba el “soul’s teethbrush” (‘el cepillo de dientes del alma’) con la misma destreza de sus maestros inmediatos; varios años menor de 40 años, su cabeza se había despoblado de cabello y aunque era blanco y de estatura media, sonaba negro por donde se le pusiera atención.
Tocamos algunos “standards” bluseros. Me daba cordenadas en un inglés callejero o en un spanglish arrastrado: “esto es un i flat, luego la progresión is la misma, the same riff, yu nou...nau este es si, ef, yi and si... eguen, como la toca yan li juka”.
Nos entendimos de maravilla y terminé invitándolo a tocar una jam session de blues el viernes siguiente. Le explique que no podía pagarle mucho pues el negocio apenas estaba comenzando. Él accedió sin reparos porque le interesaba mucho lo de tocar en la ciudad, pues ése justamente era su cometido: darle vuelta a América con la armónica.
Corrimos la voz entre amigos, conocidos y clientes de “El Gato Eléctrico” y a pesar de que la convocatoria fue buena y se presentaron entre otros, Giovanni Reyes, el guitarrista de la muy reconocida banda Blue Derek y el sorprendente bajista de jazz, Ricardo Barrera, conocido como “Tacha”, el armonicista norteamericano nunca llegó. De hecho, nunca mas volví a tener noticias suyas.
One night at Electric Cat: the elemental sessions
En “El gato Eléctrico” se llego a reunir la crema y nata de una auténtica sociedad ‘blusera y jazzera’ bogotana. Como invitábamos al incipiente público a través de afiches y volantes y de vez en cuando la prensa y la radio nos ponían cuidado, teníamos suficiente convocatoria para una selecta grupa de seguidores de los géneros que programábamos allí desde discos compactos originales y uno que otro acetato de sellos conocidos como Alligator, Chess o Virgin.
Habíamos decorado el lugar con reproducciones a color de carátulas del sello Blue Note en las cuales figuraban el organista Jimmy Smith, el guitarrista Grant Green o el saxofonista Dexter Gordon y dibujamos un gigantesco mural en el que aparecía un tinglado multicolor que alcanzaba a representar dos o tres octavas de un figurado piano de jazz o de blues.
El pequeño local olía muy bien pues el café siempre estaba fresco y su aroma salía hasta el pasillo de ese mezanine de la calle 19 con cuarta y aromatizábamos el baño con lavanda, barríamos y aspirábamos la alfombra al menos una vez al día (cuando no dos o tres) y encendíamos canela en palitos de incienso de la india o con sagrada esencia de sándalo llenábamos un mechero que se animaba con velitas de colores, destinado todo a convocar a las buenas energías.
Ofrecíamos pan fresco de uvas, hojaldre y queso y la variedad de bebidas calientes o frías nos parecía ingeniosa y atractiva tanto por sus sabores como por sus nombres: un café caliente con helado era un “Holiday”, uno con hielo, azúcar y brandy era un “Ascension” y el cocktail favorito de la casa era una mezcla de tequila, cerveza y tabasco que llamamos “Tijuana Mingus”.
Allí se dieron cita las gentes de la radio cultural y los músicos de blues y jazz y por supuesto, el público que quería verlos, oirlos y hasta conocerlos para charlar un rato. Juan Pablo Restrepo y Jenny Cifuentes de la 99.1 (hoy Radiónica) estuvieron allí y también Juan Carlos Garay, Diego Luis Martínez y los hermanos Andrés y Camilo Garibello de Javeriana Estéreo (estos últimos hoy día vinculados con la Casa Editorial El Tiempo).
Quizá el mas interesante de todos ellos fue también el más asiduo. Volvía de comprar 10 ó 12 discos compactos en la “Musiteca” (la famosa tienda de discos de Saúl en la calle 19 con octava, en el segundo piso del centro comercial “Omni 19” y que Garay menciona en su novela “La Nostalgia del Melómano” ‘Alfaguara, 2005’)
El personaje tendría unos 40 años de edad; era alto, recio, asertivo y locuaz, pero tímido con las mujeres. Su voz era levemente nasal y ‘aguardientosa’ y era un consumado melómano que un día contó con 5.000 discos compactos de música de jazz, sin hacer inventario de sus acetatos, ni tampoco de la colección que comenzó cuando era adolescente: la increíble colección de muisca afrocubana.
De su envidiable discoteca me regaló tres acetatos. Con el desprendimiento que sólo tiene el que auténticamente posee algo que va mucho mas allá de las posesiones de un objeto, “Moncho” cruzó un día de navidad la espaciosa puerta de vidrio y me los entregó como si fueran una revelación: el álbum “Milestones” de Miles Davis y un doble de Lester Young. Mi sorpresa y estupefacción rayaron con la estupidez. Por un rato me quede viendo sus carátulas intactas y acaté decir un gracias con un golpecito en el hombro. -“Nada más va a decir? –preguntó “Moncho”- “¿le traigo tremendo regalo y no me va a decir nada más?
Al salir no de la emoción pero sí del impacto, procedí a ofrecerle una generosa copa de ron amarillo que bebió con fruición y de inmediato pidió otra, que bebió con el mismo gusto que tendría cualquiera de esos viejos músicos de jazz de los años cuarenta y cincuenta que tanto admirábamos él y yo.
“Moncho” es un predestinado. A los once años de edad vio en concierto a Sun Ra, el máximo exponente del free jazz norteamericano de final de los años cincuenta quien decía provenir del espacio exterior y que no tocaba jazz sino que sólo enviaba señales a sus congéneres de otros planetas y por esa razón solía tocar en las terrazas de algunos edificios. Por supuesto esa música le conmovió y cambió el resto de su existencia. Estaba destinado a ser melómano y musicólogo y por ello reconocía con nobleza las enseñanzas de Roberto Rodríguez Silva (decano de la radio especializada en Jazz en Colombia) y de Carlos Flórez Sierra, quién tuvo un club de jazz con socios activos que se reunían periódicamente a mediados de los ochenta y que se propusieron traer por cuenta propia estrellas internacionales de jazz.
Flórez –algunos recordarán- realizaba un programa de televisión llamado “Jazz Studio” desde el cual sentaba cátedra y sorprendía por el muy completo archivo sonoro y especialmente visual con el que ilustraba su “Jazz Studio”, que permaneció en el aire hasta cumplir cien emisiones, en los primeros años de la década del noventa. Terminado ése ciclo Carlos Flórez regresaría a la televisión con un programa de recorridos geográficos y musicales. Uno de esos capítulos dedicados a la comunidad jazzística fue grabado en “El Gato Eléctrico” y salió al aire (¡ah! grandes e insoslayables paradojas del existir) justo el día en que para infortunio nuestro y de un público incipiente, el local estaba siendo entregado a su dueño.
Luis Ramón Viñas decía con modestia ser descendiente del “sabio Viñas” (¡y era cierto!) y un martes se sentó a la barra de “El Gato Eléctrico” con una coca-cola, para que le dejara escuchar una improvisada selección de sus propios discos, y entonces sucedió lo que nunca sucedía con la parafernalia de carteles y volantes que salíamos a pegar con engrudo cada fin de semana -de infractores- en las paredes de La Candelaria.
“Moncho” Viñas y su increíble magnetismo
Luis Ramón Viñas atraía, con su sola presencia, atraía a un número impensable de clientes potenciales que llenaban el local en breves instantes, en días y horas difíciles para estos locales: lunes, martes o miércoles antes de las cinco de la tarde.
Se sentaba, como anoté, frente a la barra del bar, en una de las tres altas butacas allí dispuestas y esgrimía historias, citas, nombres de autores, sellos disqueros y discos compactos que a su vez comenzábamos a escuchar solos y que en breve terminábamos disfrutando rodeados por una gran audiencia que preguntaba interesada sobre esas y otras novedades.
“Moncho”, como era conocido en la Radio Nacional, era un buen amigo, un jefe estricto y un mejor hombre de radio que respiraba música por su humanidad completa. Recio y arrogante quizá, pero entendido en materia de revistas de jazz (era subscriptor de la Down Beat y otras revistas especializadas), y discografía no sólo en el género del jazz sino también en música tradicional de cuerda colombiana y, especialmente, en ritmos afro cubanos.
“Moncho” Viñas era realizador radial de la Radiodifusora Nacional y estaba al frente de programas como “Los Magos del Swing” (la cátedra máxima de jazz en radio durante los noventa) y “Hojas de Jazz”, programa dedicado a las producciones discográficas recientes, al jazz moderno y al jazz contemporáneo.
Después de casi dos años de haberle escuchado sus libretos exquisitos mientras renegaba de el ejercicio de “locutar”, le ofrecí mi colaboración desinteresada para ese oficio que a él no le atraía tanto. Mi banda y yo estábamos rodando un video clip en formato de 35 milímetros que serviría como cabezote de presentación para el programa que la emisora tenía en televisión, por la Señal Colombia.
El set de grabación era en el primer piso del entonces conocido Instituto Nacional de Radio y Televisión –INRAVISIÓN (hoy RTVC) y “Moncho”, que pasaba por allí aunque los estudios de radio estaban en pisos superiores, me vio sentado cerca de la máquina dispensadora de gaseosas y me dijo desde lejos: “usted nunca vino a la prueba de locución ¿no? Venga el lunes por la noche”.
Aunque yo sabía que “Hojas de Jazz” se emitía en vivo y en directo, nunca pensé que mi prueba iba a ser “al aire”. Llegué temprano esa noche de lunes, con el estómago lleno de las raras mariposas que le crecen a uno cuando se enamora y fue de ese modo como entré a la Radiodifusora Nacional. No había ninguna puerta abierta para colarse en el descuido del guardia. “Hice cola” e hice méritos para llegar allí.
Por vía de los muy claros conocimientos musicales de Viñas, aprendí cosas nuevas y confirmé un antiguo amor, juicioso, resuelto y concentrado, por la radio y por el jazz. “Moncho” Viñas atiende hoy día su propio restaurante, en Cartagena, muy cerca del Centro de Convenciones de Cartagena. Como en el pasado fue socio de la “Galería Café Libro” donde, a propósito se celebraban anualmente unos encuentros jazzísticos fenomenales en el marco de algo que ellos llamaban “Jazz en la Cima”, supongo que ésa experiencia debe servirle mucho en la actualidad.
Una última impresión. Respecto a una no muy conocida leyenda sobre el hipotético encuentro entre el trompetista de jazz Miles Davis y el guitarrista de rock Jimi Hendrix, en un café de París, “Moncho” Viñas tenía la pieza clave que desentrañaba el acertijo pues en efecto el encuentro se produjo a finales de la década del sesenta y mejor aún, algún visionario melómano grabó la sesión. Miles Davis había sido presentado con Jimi Hendrix en uno de esos cafés parisinos en donde coincidieron por un feliz azar. El trompetista dio a Hendrix una partitura suya y lo invito para que al día siguiente lo visitara en el hotel en el cual se hospedaba.
El guitarrista eléctrico más famoso de todos los tiempos se presentó a la cita; apenado, disculpó su imposibilidad para leer partituras. Davis lo animó proponiéndole un ejercicio musical sencillo, aprovechando el prodigioso oído del negro de Seatle, que consistió en una serie de fraseos en la trompeta que Hendrix tendría que repetir, responder y proponer una línea nueva que a su vez Davis debería contestar.
Uno de los testigos grabó la improvisada sesión. Con el tiempo se prensó un acetato “no oficial” de aquel encuentro. “Moncho” Viñas poseía una de esas mil copias editadas que nunca programó durante los años que pasó en la Radio Nacional, a razón de evitar problemas legales por derechos y difusión de unas obras y un par de artistas que pertenecían a casas disqueras diferentes. Ése era parte del espíritu no sólo de Viñas, sino también de una época llena de honestidad.

Algunos festivales de blues
Para comienzos del año de 1998 los músicos de blues bogotanos apenas estábamos empezando a llegar a ciertos acuerdos. Existía entre nosotros una suerte de extrañamiento de las propias, incipientes, obras. Y entonces comenzamos a reunirnos en el “Café Cinema” del último piso del centro comercial “Terraza Pasteur”, en la calle 24 con carrera séptima, en Bogotá.
Allí llegaron al menos uno o dos representantes de todas y cada una de las agrupaciones de blues bogotano de ése período. El objetivo de esos encuentros era conocernos, ser mejores amigos y quizá pensar proyectos colectivos. Planeábamos, por ejemplo, grabar un disco recopilatorio, quizá emblemático de la grupa completa. Queríamos organizar un festival en el que todos pudiéramos tocar y entonces nos propusimos golpear las puertas de pequeños teatros y/o de las llamadas “salas concertadas”, según un programa institucional del gobierno de turno y del por entonces recién creado Ministerio de Cultura.
Se abrirían prácticamente todas esa puertas. Entre los primeros ciclos de esos soñados encuentros, se cuenta el “Primer Festival de Blues de Teatrova”, cuando esa pequeña compañía de teatro nos acogió en su modesta casona de la calle 24 con carrera cuarta.
Luego vendrían el “Festival Bogotá en Azul” (que tuvo dos versiones consecutivas) en el Parque Central Bavaria y el “Festival de Blues a la Libélula” en el teatrino de la Libélula Dorada.
Entrar en contacto con los hermanos César e Ivan Darío Alvarez, directores de ése teatro de títeres, resultaría algo no sólo atractivo por la buena labor de prensa y difusión sino también por lo que ellos representan para el teatro nacional. Ambos son pensadores del oficio y particularmente Ivan Darío tuvo oportunidad de viajar por Europa para ampliar el espectro de las búsquedas que había hecho junto con su hermano o también en solitario.
Habían publicado varias veces en el importante suplemento cultural y literario del diario El Espectador y ello les concedía cierto prestigio agregado, cierta convalidación de una obra hecha a pulso. Como pocas veces en adelante, actuar en el teatro de “los libélulos” significaba trabajar en llave con una dupla de pares, que entendían el esfuerzo y el empeño que ponemos los artistas en nuestras obras en marcha. Por ello y muchas mas cosas, siempre fue grato presentarse en ese festival de blues, que por cierto se sigue realizando hasta la fecha, sin mejores dividendos, pero con buena actitud.
No cabe duda que los otros escenarios importantes fueron el ciclo de “Tortazos de Blues” que eran conciertos gratuitos en el teatro al aire libre de la Media Torta y los festivales de “Rock al Parque” en la que no solo dejaron participar a varias agrupaciones de blues sino que abrieron –a raíz de nuestra insistencia- una casilla en los formularios de inscripción ante el Instituto Distrital de Cultura y Turismo, que decía sencilla y llanamente ‘BLUES’. Marque con una equis.
Participar en “Jazz al Parque” fue una proeza que sólo ‘Isidore Ducasse Jazz Blues Band’ logró, pero a medias. Fue el concierto mas exitoso de toda nuestra carrera debido al nivel musical que habíamos alcanzado a punta de estudio y ensayos tanto parciales como colectivos, por la inclusión de varios músicos profesionales de vasta experiencia y altísima calidad interpretativa (como Alberto ‘beto’ García, Angélica Vanegas o Juan José Ortiz) y por la sorprendente asistencia de publico.
A pesar de todo, las cosas no salieron como era de suponer. Lancé arengas contra la Ministra de Cultura que el público acató con ovaciones, sublevándonos así contra la decisión casi tomada de abolir el jazz y toda expresión foránea, para superponer el vallenato de los afectos mas profundos de la señora Araujonoguera. La ministra fue asesinada poco tiempo después e ‘Isidore Ducasse’ nunca figuró en la lista de finalistas.
Otros gestores de la escena
En una entrevista que Diego Luis Martínez hizo con varios de los “bluesmen” locales en el año 98, para una página entera del periódico El Espectador, tratamos el tema del fenómeno juvenil urbano del blues.
Periodista cultural y realizador radial de programas de blues en Javeriana Estéreo (desde entonces y hasta la fecha), Martínez fue otra de las piezas claves de los años noventa que ayudó a consolidar el nacimiento del blues local.
El periodista intentó ligar el viejo ‘standard’ de blues titulado “Sweet Home Chicago” que es sencillamente una evocación nostálgica del terruño o una crónica del desarraigo, con la evocación que hacíamos nosotros mismos de una ciudad cosmopolita como Bogotá.
La sencilla propuesta quedó en el aire. El artículo fue titulado “Sweet Home Bogotá” y estaba lejos de ser nostálgico o evocador y mas bien resultaba provocador pues en las reuniones con los otros músicos se llegó a hablar de componer un tema que de alguna manera sería nuestro propio ‘standard’ y que todas y cada una de las bandas se comprometerían a tocarlo eventualmente en las presentaciones correspondientes.
Para el periódico El Tiempo llegamos a hacer una página similar aunque no tan fiel como la otra. Buenas fotografías pero diálogos o afirmaciones inventadas y acomodadas por Jimmy Arias. De cualquier modo no eran incriminatorias esas afirmaciones allí publicadas y lo que intentaba este otro periodista, era realzar un fenómeno aislado pero que empezaba a tener presencia entre la cultura popular.
Recuerdo también que otro hombre de blues llamado Martín Morales, guitarrista y promotor, se movía bastante en los trasuntos propios de la música como fechas de conciertos en lugares no menos miserables como el aterrador “Bar-Dos” y desde allí publicaba panfletos con programación de fechas que daba a las bandas iniciales, organizaba charlas y conversatorios, proyección de videos, un taller de guitarra para principiantes, intermedios y avanzados y hasta propuso uno de los dos seminarios que se convocaron hace ya mas de diez años alrededor de la historia del género blues. Era un músico nato y un profundo y desinteresado animador de un fenómeno urbano que se estuvo cocinando con honestidad.
Martín Bejarano era un actor muy joven que tocaba la batería en un buen grupo de blues. Había hecho uno que otro papel en series pasajeras de televisión y de pronto estaba coordinando un día de blues y jam session en el local de la cuarta con 19 del famoso bar ‘Quiebracanto’ que por ése entonces se empezaba a separar de la trova cubana y de la salsa, para abrirse campo en otros géneros, hasta llegar a ser hoy día el lugar mas reconocido para la ‘rumba negra’, y la electrónica en el centro de la ciudad. Este sitio había sido administrado por Elizabeth Manosalva, quien luego sería dueña de su propio local: el fúnebre ‘Bar-Dos’ que estaba situado en la carrera séptima a la altura de la calle 45.
El fingido bar no era ningún teatro y ni siquiera cumplía con las mínimas condiciones para recibir público o bandas musicales. Se trataba de un hórrido semisótano al cual se descendía por una escalerilla propia del estilo inglés ‘chapineruno’ y de allí despedían nauseabundos olores a trasnochados jóvenes que habían pasado la noche envueltos en pieles, maquillados al estilo ‘gótico’ y aturdidos por el efecto de drogas duras. Era el momento inicial de las ‘pepas’ y al tiempo, la fase terminal del ‘grunge’.
Estos personajes no asistían, claro está, a los conciertos de blues. Mas bien llegaban a sacarnos casi a empellones de ése lugar que después de la medianoche era un sórdido amanecedero, par de los antes aquí citados ‘Púrpura’ o ‘Heaven’.
En ése sitio vi, por ejemplo, a un ‘gótico’ de cabello tinturado fucsia, hablando con una oveja disecada que él mismo había traído desde quién sabe qué otro recóndito paraje nocturno. ¿De ‘vértigo’ quizá o de ‘Kalimán’?
Para el evento en el “Bar – Dos” asistió el equipo de producción de un programa cultural que se llamaba “Babelia”, sumamente serio y pertinentemente acertado con sus notas. El blues bogotano era sin duda un bocado apetecido y privilegiado por los medios. También allí llegaron unos jovencitos que dijeron –tímidamente- ser parte de un agrupación de blues que aún no se conocía, pero que habrían de ser el relevo generacional, lo cual animaba nuestras almas siempre generosas y por demás expectantes. Se trataba de “Casa Roja” un refrescante ensamble de blues rock con mucho estilo y refinanmiento. En breve se hicieron conocer y con ellos compartiríamos escenario tanto “Isidore Ducasse”, como “Vértigo, “Blue Derek”, y “Candelaria Blues”. Con esas cinco bandas quedaría parcialmente cubierto el primer momento del blues bogotano. Sería injusto no volver a mencionar a “Los Lim-Ones” y a “La Plaga” de Memo Cristancho, quienes –por cierto- eran una especie de hijos del Hard Rock ochentero.

jueves

Albert King - Born Under a Bad Sign (Live in Sweden 1980)

Es que probablemente..¡también yo nací bajo un mal signo!

miércoles

TODO BLUES ES PASAJERO (Tercera entrega)

Auténticos Bluesmen merodeando en el barrio de Las Aguas en Bogotá
No por casualidad tenía una guitarra eléctrica en mi lugar de trabajo: ese cafecito en el cual sonaban de forma exclusiva las “notas de paso” de contrabajistas como Jimmy Garrison o Charles Mingus o los “riffs” lujuriosos de Buddy Guy o Albert King.
Le presté, ex profeso, la guitarra eléctrica de mi amigo y compadre Orlando Parra, miembro fundador de la legendaria big band de la que hablaremos mas adelante y entonces André, en efecto, demostró porque era un auténtico “hombre de blues”.
Escasamente pasaba los 35 años de edad y tenía una voz privilegiada, buena técnica en la digitación del instrumento, magnífica imaginación y tocaba muy bien la armónica, “el saxofón de los pobres” como él mismo me enseñó a nombrar ése adminículo sonoro.
Me contó sobre su larga escena en el tablado de ilícitos y no era breve tampoco su parlamento. Su historia estaba resumida en el mismo nombre de la banda: “Two Way Stretch”. ¿Sabes que significa eso? –me preguntó y yo asentí – “Sí, ‘Dos Caminos Estrechos’, ‘Dos vías que se juntan’, pero también quiere decir ‘Doble Condena’ que es precisamente lo que pesa sobre mi porque me buscan tanto en territorio inglés como en colombiano”. Hizo una pausa ligera y agregó tomando su cabeza entre los brazos acodados en la barra: “That’s the story of my life” y volvió a su silla donde le esperaba un vaso de cerveza y una muchacha muy bella.
André rompió una cuerda de esa guitarra ajena. Debí reponerla ipso facto para cubrir el pequeño delito, pero todo fue inútil, pues su dueño original se dio cuenta al simple contacto visual con su querida Jackson clásica.
Luego llegó a ése mismo local otra semi leyenda urbana: Philliph. Un buen armonicista proveniente de Chicago quien aseguraba haber sido manager de Sonny Terry y Brownie McGhee quienes juntos, como sabemos, fueron la leyenda viviente mas singular de la época dorada del llamado “Country Blues” de los años veinte y que sobrevivieron a las modas del Heavy Metal, el Hard Rock y aún en los noventa, de la parafernalia del Hard Core neoyorquino.
Philliph dominaba el “soul’s teethbrush” (‘el cepillo de dientes del alma’) con la misma destreza de sus maestros inmediatos; varios años menor de 40 años, su cabeza se había despoblado de cabello y aunque era blanco y de estatura media, sonaba negro por donde se le pusiera atención.
Tocamos algunos “standards” bluseros. Me daba cordenadas en un inglés callejero o en un spanglish arrastrado: “esto es un i flat, luego la progresión is la misma, the same riff, yu nou...nau este es si, ef, yi and si... eguen, como la toca yan li juka”.
Nos entendimos de maravilla y terminé invitándolo a tocar una jam session de blues el viernes siguiente. Le explique que no podía pagarle mucho pues el negocio apenas estaba comenzando. Él accedió sin reparos porque le interesaba mucho lo de tocar en la ciudad, pues ése justamente era su cometido: darle vuelta a América con la armónica.
Corrimos la voz entre amigos, conocidos y clientes de “El Gato Eléctrico” y a pesar de que la convocatoria fue buena y se presentaron entre otros, Giovanni Reyes, el guitarrista de la muy reconocida banda Blue Derek y el sorprendente bajista de jazz, Ricardo Barrera, conocido como “Tacha”, el armonicista norteamericano nunca llegó. De hecho, nunca mas volví a tener noticias suyas.
One night at Electric Cat: the elemental sessions
En “El gato Eléctrico” se llego a reunir la crema y nata de una auténtica sociedad ‘blusera y jazzera’ bogotana. Como invitábamos al incipiente público a través de afiches y volantes y de vez en cuando la prensa y la radio nos ponían cuidado, teníamos suficiente convocatoria para una selecta grupa de seguidores de los géneros que programábamos allí desde discos compactos originales y uno que otro acetato de sellos conocidos como Alligator, Chess o Virgin.
Habíamos decorado el lugar con reproducciones a color de carátulas del sello Blue Note en las cuales figuraban el organista Jimmy Smith, el guitarrista Grant Green o el saxofonista Dexter Gordon y dibujamos un gigantesco mural en el que aparecía un tinglado multicolor que alcanzaba a representar dos o tres octavas de un figurado piano de jazz o de blues.
El pequeño local olía muy bien pues el café siempre estaba fresco y su aroma salía hasta el pasillo de ese mezanine de la calle 19 con cuarta y aromatizábamos el baño con lavanda, barríamos y aspirábamos la alfombra al menos una vez al día (cuando no dos o tres) y encendíamos canela en palitos de incienso de la india o con sagrada esencia de sándalo llenábamos un mechero que se animaba con velitas de colores, destinado todo a convocar a las buenas energías.
Ofrecíamos pan fresco de uvas, hojaldre y queso y la variedad de bebidas calientes o frías nos parecía ingeniosa y atractiva tanto por sus sabores como por sus nombres: un café caliente con helado era un “Holiday”, uno con hielo, azúcar y brandy era un “Ascension” y el cocktail favorito de la casa era una mezcla de tequila, cerveza y tabasco que llamamos “Tijuana Mingus”.
Allí se dieron cita las gentes de la radio cultural y los músicos de blues y jazz y por supuesto, el público que quería verlos, oirlos y hasta conocerlos para charlar un rato. Juan Pablo Restrepo y Jenny Cifuentes de la 99.1 (hoy Radiónica) estuvieron allí y también Juan Carlos Garay, Diego Luis Martínez y los hermanos Andrés y Camilo Garibello de Javeriana Estéreo (estos últimos hoy día vinculados con la Casa Editorial El Tiempo).
Quizá el mas interesante de todos ellos fue también el más asiduo. Volvía de comprar 10 ó 12 discos compactos en la “Musiteca” (la famosa tienda de discos de Saúl en la calle 19 con octava, en el segundo piso del centro comercial “Omni 19” y que Garay menciona en su novela “La Nostalgia del Melómano” ‘Alfaguara, 2005’)
El personaje tendría unos 40 años de edad; era alto, recio, asertivo y locuaz, pero tímido con las mujeres. Su voz era levemente nasal y ‘aguardientosa’ y era un consumado melómano que un día contó con 5.000 discos compactos de música de jazz, sin hacer inventario de sus acetatos, ni tampoco de la colección que comenzó cuando era adolescente: la increíble colección de muisca afrocubana.
A los once años de edad vio en concierto a Sun Ra, el máximo exponente del free jazz norteamericano de final de los años cincuenta quien decía provenir del espacio exterior y que no tocaba jazz sino que sólo enviaba señales a sus congéneres de otros planetas y por esa razón solía tocar en las terrazas de algunos edificios. Y por supuesto esa música le conmovió y le cambió el resto de su existencia a nuestro hombre de radio en cuestión.
Decía con modestia ser descendiente del “sabio Viñas” (¡y era cierto!) y un martes se sentó a la barra de “El Gato Eléctrico” con una coca-cola, para que le dejara escuchar una improvisada selección de sus propios discos, y entonces sucedió lo que nunca sucedía con la parafernalia de carteles y volantes que salíamos a pegar con engrudo cada fin de semana -de infractores- en las paredes de La Candelaria.
“Moncho” Viñas y su increíble magnetismo
Luis Ramón Viñas atraía, con su sola presencia, a un número impensable de clientes potenciales que llenaban el local en breves instantes, en días y horas difíciles para estos locales: lunes, martes o miércoles antes de las cinco de la tarde.
Se sentaba, como anoté, frente a la barra del bar, en una de las tres altas butacas allí dispuestas y esgrimía historias, citas, nombres de autores, sellos disqueros y discos compactos que a su vez comenzábamos a escuchar solos y que en breve terminábamos disfrutando rodeados por una gran audiencia que preguntaba interesada sobre esas y otras novedades.
“Moncho”, como era conocido en la Radio Nacional, era un buen amigo, un jefe estricto y un mejor hombre de radio que respiraba música por su humanidad completa. Recio y arrogante quizá, pero entendido en materia de revistas de jazz (era subscriptor de la Down Beat y otras revistas especializadas), y discografía no sólo en el género del jazz sino también en música tradicional de cuerda colombiana y, especialmente, en ritmos afro cubanos.
Tenía la discoteca más extensa en estos temas (5.000 ejemplares de jazz en disco compacto, por ejemplo, sin contar sus acetatos y el resto de su colección). Por ello, y por su extenso conocimiento, era realizador radial del 99.1 fm y estaba al frente de programas como “Los Magos del Swing” (la cátedra máxima de jazz en radio durante los noventa) y “Hojas de Jazz”, programa dedicado a las producciones discográficas recientes, al jazz moderno y al jazz contemporáneo.
Después de casi dos años de haberle escuchado sus libretos exquisitos mientras renegaba de el ejercicio de “locutar”, le ofrecí mi colaboración desinteresada para ese oficio que a él no le atraía tanto. Mi banda y yo estábamos rodando un video clip en formato de 35 milímetros que serviría como cabezote de presentación para el programa que la emisora tenía en televisión, por la Señal Colombia.
El set de grabación era en el primer piso del entonces conocido Instituto Nacional de Radio y Televisión –INRAVISIÓN (hoy RTVC) y “Moncho”, que pasaba por allí aunque los estudios de radio estában en pisos superiores, me vio sentado cerca de la máquina dispensadora de gaseosas y me dijo desde lejos: “usted nunca vino a la prueba de locución ¿no? Venga el lunes por la noche.
Aunque yo sabía que “Hojas de Jazz” se emitía en vivo y en directo, nunca pensé que mi prueba iba a ser “al aire”. De ese modo entré a la Radiodifusora Nacional. No había ninguna puerta abierta para colarse en el descuido del guardia. “Hice cola” e hice méritos para llegar allí.
Por vía de los muy claros conocimientos musicales de Viñas, aprendí cosas nuevas y confirmé un amor viejo, juicioso, resuelto y concentrado, por la radio y por el jazz. Respecto a una vieja leyenda sobre el hipotético encuentro entre el trompetista de jazz, Miles Davis y el guitarrista de rock, Jimi Hendrix, para grabar juntos, “Moncho” Viñas tenía la pieza clave que desentrañaba el acertijo: uno de los acetatos prueba de tan solo mil ejemplares “piratas” que se editaron con el registro de esa fortuita entrevista musical en la habitación del hotel parisino en la cual se hospedaba el trompetista.

TODO BLUES ES PASAJERO

Es paradójico y duele un poco por su aserción, descubrir que es vano todo lo que hacemos y por lo cual luchamos, tal cual como lo plasma esa vieja tonada de los sesenta que hace eco en los versos de Machado, pues duele saber cómo es que “todo pasa y nada queda”.
Un simpático y bien logrado blog sobre músicos locales me lo recuerda y aunque voy a recomendar abiertamente su consulta (la del blog y la del lugar donde se reúnen) debo decir cómo es simple y cómo es duro adherir a la sentencia del poeta con el que arranca esta escritura que, como todo, se la va a llevar el viento.
Hablo de Serrat y de su olor decimonónico y hablo de la Bogotá Blues Society y su básico tufillo de protagonismo. Parece que se trata de una “sociedad de mutuo elogio” en la que figuran bandas de rock blues como “Seis Peatones”, “Sándwich de Cromo”, “Indigo”, “Smokin’ underdog” o la sobrevalorada “The Black Cat Bone”, entre algunas otras.
Allí figuran músicos de buen sonido y mejor factura como el armonicista Germán Pinilla (siempre consagrado al blues) o el bajista Carlos Reyes (proveniente del más recalcitrante metal pesado noventero) quien se hace llamar, con mucha gracia, “Blind Charlie King”.
Esto último del seudónimo, parece ser una réplica de un divertido texto en inglés que publican en su bien lograda página blog y que promueve algo así como un decálogo del buen hombre de blues: se necesita ser un poco ciego para no verlo de ese modo.
En la página de la Bogotá Blues Society –como espero lo vean ustedes mismos, pues vale la pena- se pueden escuchar ejemplos completos de audio cedido por las bandas que pertenecen a dicha sociedad y un par de entrevistas para la televisión en video. Pero ¿saben qué le falta a la página que ellos reconocen es de humilde linaje, aunque se nombran cargos presidenciales y otros asuntos burocráticos? ¡Una pizca de historia, señores!
Parece como si los hubiesen sacado de la nada a todos ellos e incluso algún cartel promocional mencionó a la Black Cat Bone como la mejor banda de blues de todos los tiempos en Colombia. Desobligada y pretenciosa es esa afirmación. Parece que no hubo nada antes de ellos y es así que desconocen la abnegada labor de sus predecesores.
En una galería fotográfica de ése mismo blog se les ve a la mayoría de estos músicos posando (¿para la posteridad? me pregunto) y por suerte alcanza uno a reconocer al quizá más consagrado de todos los guitarristas de auténtico sonido blues en Bogotá, ya entrado en la cuarentena de años, pero fresco como un muchachito de veinte, como son la mayoría de esta “sociedad”.
Hablo de “Memo” Cristancho, líder fundador de “La Plaga”, una banda de rock n’roll y blues que se ha jugado a pulso la existencia entre el humo de cafetines como el “Café Express” de la 75 y en la efímera participación de algunos festivales como el de la “Libélula Dorada”. Él es un auténtico hombre de blues, seguramente más sólido que nunca ahora que volvió a su querido barrio en el sur, en la ribera –no del Mississippi, pero sí del Tunjuelito- para percibir nuevamente las puras quintaesencias de la supervivencia diaria: grata atmósfera blusera es esta de la periferia.
Cristancho provino del hard rock ochentero pues tocaba en una banda legendaria y de culto que se llamaba “Cíclope”, cuando prácticamente no había en Bogotá y en el país nada mas que escuchar en materia roquera, amén de “Kraken” de Medellín y “Kronos” de Cali.
Memo representa el enlace generacional de dos décadas y si lo vemos ahora, confundido entre los muchachitos de la Bogotá Blues Society, es porque sigue actual, vital, remozado y porque también es la pieza clave que entronca el incio del blues bogotano a mediados de los noventa, con el incipiente fenómeno underground de estos últimos meses, mediados de la década del dos mil.

De para atrás como el cangrejo (segunda entrega)

Lo cierto también es que la cofradía blusera se reúne en una bodega de ambiente hostil en la calle 73 con 12, al norte de Bogotá. Memo propuso allí, varios años atrás, un miércoles dedicado al blues, pues este género ha sido su entrañable pasión musical. Era un pequeño local sucio y maloliente pero con buenas intenciones. Su dueño, incluso, asistía a su propio negocio en ésa época.
Es una suerte que a Memo todavía le dejen entrar allí, pues aunque el área del sitio es ahora considerablemente más amplia, posee una tarima y un pésimo pero ensordecedor sonido para las agrupaciones y está salvaguardado y atendido por truhanes metaleros sacados de la revista “Metal Hammer”, no es un sitio romántico, ni evocador, ni mucho menos blusero –como es su pretensión- y por supuesto tampoco se puede hablar con los amigos.
La programación variopinta del muy lucrativo negocio –una vez franqueada la insufrible e incómoda requisa de los guardianes de la entrada – oscila entre Alice Cooper, Judas Priest y Guns and Roses: es un vulgar sitio de hard rock y metal pesado, émulo de los decadentes “amanecederos” (¡que nombre tan sordido pero apropiado!) que tenían lugar otrora sobre la avenida caracas a la altura de la 60, a comienzos de los noventa, pero esta vez con precios altos y con admisión de oficinistas encorbatados del sector.
Guillermo Cristancho también fue asistente a pútridos locales de ése estilo como “Purpura” o “Heaven” y una vez perdió allí sus anteojos. Era la época en que estaba al servicio de la militancia roquera y de la vida nocturna que en últimas es el mejor terreno para el cultivo de ideas musicales.
Si bien no es solamente Cristancho uno de los gestores del blues local, huelga recordar que hizo parte de una banda llamada “Los Lim Ones” con el exquisito cantante británico Bill Dickinson, un amable y culto profesor de lenguas, experto en Historia del Arte, que llegó al país en los sesenta como hippy sietesuelas y confeso recorremundos y aquí estableció su hogar y su familia.
Dickinson per se es una escuela. Conoce bien la historia del blues y el soul y el rock n’ roll británicos y por su acento, cantar con él o escucharlo cantar, es lo mismo que tener a cualquiera de los bluesmen de su tierra. Su interpretación del clásico “I got my Mojo Workin’” es sencillamente insuperable y por demás muy emotiva. Buen bajista también, Dickinson fue un día a Chapinero a comprar un encordado para su viejo Fender y llegó a uno de aquellos famosos conciertos de la Sala Lumiére en la Alianza Colombo Francesa del centro, con un contrabajo chino al que arrancó bellas, profundas y auténticas “notas azules” desde entonces.
Otros extranjeros fueron también piezas claves en la consecución de un sonido local propio y en la recepción de “trucos” y esencialidades propias de la actitud blusera, mucho tiempo antes de la era de internet ¡qué fortuna haber recibido consejos por parte de ellos y no tener que bajar un archivo de la red que enumere “tips” sobre la verdadera actitud blusera!
André y Phillip fueron dos mas de esa grupa. André vino también del Reino Unido, en los noventa, huyendo de la INTERPOL por cargos como porte y tráfico ilegal de drogas y era un muy buen guitarrista y cantante de blues que hacía parte de una agrupación tan sorprendente que no tenía mucho que envidiarle a los “Bluesbreakers” y en su formación actuaba el mismo saxofonista de planta que tocaba para la banda de James Brown.
La banda de André se llamaba “Two Way Stretch”, me la puso a sonar en una cinta de cassette que traía en el bolsillo de su camisa y me estremeció tanto que fue así como me di cuenta que a los músicos locales nos hacía falta mucho trecho aún por recorrer. Si esto es lo que hace una banda pequeña –me dije a mi mismo-, digamos una banda local que aunque ya había grabado tres discos no era de talla internacional, ¿en qué grandes pasos estarían las agrupaciones mejor consolidadas?
André me dio una tarde a guardar un maletín de piel en un local de blues y jazz que teníamos mi baterista y yo en la carrera quinta con calle 19, en pleno centro bogotano y que se llamaba “El Gato Eléctrico”. Desconfiado lo recibí. Me di cuenta que lo estaban siguiendo, que estaba en un “hard bussiness” y que probablemete habría de involucrarnos a mi socio y a mi en alguna situación delictiva.
Volvió como ebrio, alucinando. “Yo soy un hombre de blues” –me dijo en su acento extranjero, casi agarrándome de la solapa- “y si quieres que te lo demuestre...consígueme una guitarra para cuando regrese” Se llevó el maletín, tambaleando y no volvió hasta pasados ocho días exactos, un lunes en la tarde.