Sueño uno.
Para hablar de ti, o mejor aún, para hablar de los dos, ahora que ya casi somos uno por la bendición de Dios debería referirme a aquel una y mil veces repetido lenguaje de los sueños.
¿Cuántas veces nos habíamos soñado antes? Tu y yo, en acantilados, en ánfora de ruidos inconexos (¿cómo es que suena el ruido en la impalpable pesadilla?) o al otro lado de la orilla que comienza en el párpado del sueño profundo.
No pisamos antes el suelo de las primaveras, íbamos de duermevela entre jardines macerados por el paso de las tropas, entre camino de zarzas consumadas o acaso en la profunda revelación de las voces que secretas se revelaban en el agua.
Buscábamos ignotas praderas o el espeso lugar de la palabra para que se hiciera una vez más la magia, para que se abrieran de una vez todas las puertas, el sésamo ignorante que no sabe porque vive delante de brillantes piedras pero que estaba reservado para ambos, al contacto almibarado de las voces juntas.
Íbamos tentando la cuesta del territorio hostil, las extensas líneas de un cerco de púas que nos guiaba de retorno siempre a la misma parte, girando en inútiles círculos de inquietante retorno bajo la inquietante mirada del que nos sabía extraviados.
Éramos hombre y mujer y mirábamos con extrañeza el rostro de los césares en la moneda de turno, la zarpa del tigre o su huella de arena y en desiertos dábamos tumbos entre espejismos y trasuntos que apenas eran reflejos pálidos del mundo.
Antes de conocernos, todo fue errancia, caída múltiple al vacío, un acto diario de riesgo, el flotante acto del malabarista. Concentrados en cosas y causas casi siempre inútiles ocupábamos el tiempo de los sueños en cultivos que no germinaban y cuando lo hacían eran infértiles semillas y lánguidos sembradíos, cuando el territorio vasto de los sueños lo hizo Dios desde la altura del tiempo para que reposaran los justos, las semillas de los otros sueños y la tranquilidad de una cosecha inacabable.
Debimos haber conocido los secretos de Alejandro de Macedonia, de la irresistible Circe, del comercio por la ruta inacabable de la Seda…todo aquello que el mundo antiguo debió poner a nuestros pies pero que quizá desdeñamos por andar a tientas, vagando en extramuros para por fin, encontrarnos los dos.
También ahora iremos en un sueño. No deberíamos soltar jamás esa carnada. La mordida con la que queremos aprehender el amor y su profunda raíz es la alta meta como la de aquel pueblo que presiente que siempre hay otro superior, más soberano al estilo de los griegos sospechando un mundo mejor en el misterioso Egipto.
Ahora somos un pueblo fundador. Donde pisemos se fundará el amor y habrá lugar para esperanzas, para sueños, otra vez lugar para el error y también para la enmienda, pero es mejor ir acompañado para que haga contrapeso la cuerda sobre el vacío, la caída inefable en el rojo acantilado.
Mundos diferentes que se estancan en la extática mirada que conduce al Nirvana de los sexos. En amor como en literatura, no hay que perder jamás el rastro.
El acto de escribir es un acto de amor y de insistencia como una gotita cayendo en la frente del que sueña; es un asunto paciente, concentrado, equilibrado...no siempre premiado, muchas veces esforzado.
Te veo en mis sueños ahora que estoy tendido al lado tuyo. ¿Qué es lo que haces allí depositada como en la fronda del jardín de las Hespérides?
martes
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