viernes

LIBAR LO BUENO DE LA VIDA

A propósito de dos encuentros literarios sucedidos
en la semana que terminó: uno oficial, publicitado y remunerado
y otro antagónico, pensado para un grupo de amigos
y a pérdida económica, el autor propone el primer texto de
una serie reflexica en torno al sentido que tiene escribir.Vieja obsesión.
Pasar con escritores significa libar lo bueno de la vida misma. Errar, vagabundear equivocarse. Se fraguan planes que en los mejores casos se logran, pero las mas veces son espectros y expectativas lejanas. Latencias de un mundo a la deriva. Pero es delicioso. No renuncio. Si de renunciar al ámbito se tratase el asunto, sería esto de obviar lugares comunes, afeites y sobre todo las poses de lo que no es pero parece que obedece a un ritual para muchos obligado. Para los menos, caduco. Y en ello consisten esas reuniones legítimas de juntarse a hurtadillas del trabajo, la familia y otras parcelas. Fugarse para planear mejores vientos.
Se han olvidado de uno como yo, los menos. Que fui de tertulia en tertulia, de recital y conferencia como en cercano carrusel y les conocí de nombre y a veces de lectura e incluso de amistad conclusa. Los escritores. Pero no es eso primordial. Es cierto que mi aspecto cambió de rockero resuelto a monje tibetano, pero mis palabras son las mismas. Los encuentro de vez en vez en algún lugar y aunque me alejé por conveniencia de sus lugares donde reunidos parecían posar para una fotografía inmortal, al hallarlos otra vez son gratas sus presencias, sus esencias, cada vez mas centrados en el oficio e incluso en la cordura que la tozuda convivencia marital o la invencible cotidianidad proponen.
De ese modo di una vez más con José Luis Garcés Gonzales, con Javier Huérfano, con Milcíades Arévalo, con Mery Yolanda Sánchez o con Francisco Amín y en cercanos días, con Jotamario Arbeláez. De renombre y buenas obras (aún en lo literario) y con años encima, virtudes públicas y privados vicios ejerciendo en lo íntimo, pero son ellos y están ahí. A veces, cree uno, sería mejor desaparecer, no para evadir los reparos de irremediables arrugas y kilos de adición, sino para evitar sus historias, sus súplicas conversas, el chismorreo de pares y de amigos. Sería mejor dar borrón y cuenta nueva. En eso me favorece el nuevo look que me hace casi imperceptible a los más desprevenidos y sorprendente a los medianamente agudos.
Me quitan años (eso parece cortesía) y me dan reclamos los que se sienten cómodos, porque casi he desaparecido, del mundillo literario que ahora está comandado por una tropa ambigua que posa de irreverente. Todo esto en parte me conecta una vez mas con la pregunta sempiterna de para qué es la poesía, para que pescar en un río tan revuelto, qué sentido tiene juntar palabras, como dijera John Lennon, desobligado en su mansión de mil acres; ¿para qué? Si antes ya pasaron Lowry, Kerouac, Trakl, Char y tantos otros favoritos.
Para qué preocuparse si hay tanto farsante de farándula y tanta niña boba que se cree a sí misma especial o si los púgiles son ahora ídolos de vidriera.
Asistí (he aquí el motivo de cierta inquietud que no llega al grado de molestia) a uno de esos coloquios de la fingida ciudad como capital del libro, acompañando a Pablo Estrada, quien no niega su simpatía por el más robusto y alto de los invitados a semejante convite. Ni siquiera un aviso de festín del intelecto.
Me tiene sin cuidado la alarmante, por cruda y atorrante, pose de Efraín Medina ante una grupo de estudiantes intrigados. Por el contrario me alcanza a emocionar su increíble popularidad. Las niñas (también bobas) lo rodean, le hacen fila, ponen atrás de sus caderas las manecitas ingenuas y el piecito delante dibuja círculos entretanto, para pedir autógrafos o saludarle. Es un héroe de jóvenes. Y en efecto parece uno de los siluetones altos y fornidos que aparecen en los capítulos de lo que - Medina confiesa - fueron sus primeras lecturas: “paquitos”, que en la costa atlántica colombiana es como llaman a los cómics.
Y asistí también de buen modo a una lectura pública del mencionado Pablo Estrada, al lado de un tambaleante (por ebrio y no por ausencia de tono) Larry Mejía, miembros de una cofradía que autoreferencian como “Negacionismo”, que antes tuve el privilegio de reseñar y que es una entidad autótrofa, con decisión y ganas de morir. El asunto es que eran, uno y otro encuentro, monedas diferentes de denominación contraria y aunque de un mismo país, sentía uno la distancia y brecha entre ellas. Valores distintos.

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