viernes

UN MONTÓN DE PELO




Por PABLO ESTRADA



Ocurrió en los días previos al concierto de Iron Maiden en Bogotá. Todo un acontecimiento, teniendo en cuenta la creciente fanaticada que la banda británica de heavy metal ha cosechado en nuestro país, así como el hecho de que el número de bandas extranjeras que nos visitan no es tan amplio como el público quisiera, debido a la amenaza que representa una nación famosa por su inseguridad democrática –esto es una democracia que se precia de ser una de las más consolidadas del continente y sin embargo presenta formas de violencia y corrupción, inequidades sociales y abusos de poder, idénticos o peores que los de los más repudiados regimenes totalitarios del mundo. Y es que precisamente el cantante del grupo inglés, años atrás, anunció que no vendría a Colombia e hizo controvertidas declaraciones. En todo caso, a todos pareció olvidárseles lo bocón que había sido, para ellos, el vocalista. Y, entre las actividades preliminares en torno a la agrupación que se programaron, hubo un par de conferencias a realizarse en la Universidad Nacional.
Aquel viernes en que se llevaría a cabo una de las conferencias, iba simultáneamente a inaugurarse un evento que reúne música electrónica y manifestaciones o expresiones con tufillo contracultural y discurso de resistencia… uno de esos apéndices que le salen al absurdo movimiento anti-globalización que a la vez celebra la diversidad mundial… Me interesaba saber con qué nuevo desatino iban a salir esta vez, pero tenía un tremendo dilema: si llevaba la facha adecuada para lo de Iron Maiden desentonaría con los asistentes al otro evento. Era una cuestión de tribus urbanas diferentes. Insito en llamarlas tribus aunque a los sociólogos no les guste, pues para mí actúan como hordas salvajes armadas de garrotes y emitiendo sonidos guturales imposibilitados para el lenguaje articulado y que siguen al líder sin objeción ni conciencia.

Opté por ponerme el estricto luto de los metaleros, llevando una capucha con la que cubriría mi cabellera en el escenario multicolor del sitio de electrónica y pondría al descubierto una colorida camiseta que habría camuflado bajo el negro de la ropa que llevaba puesta.
Todo mi capital era un billete grande que no quisieron cambiar en ninguno de los buses en que intenté irme. Debía cambiarlo. No sabía qué comparar. Miré a mi alrededor: una iglesia cristiana, una peluquería y un local de Internet con los pocos equipos disponibles ocupados… fue como una revelación. En ese momento recibí una llamada a mi móvil. W me preguntaba si podría dar una clase, la mañana siguiente, a una niñas en uno de esos barrios de alcurnia del norte de la ciudad… ¡Diablos!, pensé. Me incomodaba la idea de mejorar mi aspecto para aparecerme ante las jovencitas ésas y no causar mala impresión, pues no tenía otra alternativa que aceptar aquella efímera posibilidad laboral: necesitaba el dinero.
Tomé una decisión. Dije que sí y compré una Coca-Cola en lata antes de entrar a la peluquería y pedir que recortaran mi melena. No sentí nostalgia ni congoja. Me causó gracia lo simple que resultaba perderla luego de tanto esfuerzo en vano y enfrentamientos a raudales por mantenerla. Me había costado empleos, humillaciones, agresiones y burlas. No podía creer que hubiese dado tal carga simbólica a
un montón de pelo que entonces caía al suelo, desprovisto de cualquier significado.


Era raro darse cuenta que ahora –y desde siempre– no se trataba más que de cabello. Igual sucedería con una nariz enorme y un pene o unos senos pequeños. Al fin de cuentas, por más connotaciones que se le atribuyan, no dejan de ser lo que son y únicamente cobran importancia en cuanto a cánones de belleza que, total, son prescindibles.
Salí de la peluquería sintiéndome cómodo. Era como si me hubiera quitado un peso de encima. Ahora el asunto sería otro: mi calvicie en avance. Pero, desde ya, sabía que de alguna manera lo resolvería.
Se había pasado la hora de ir a la conferencia –luego iría a otra que sería un absoluto fiasco– y no me apetecía ir al evento de inauguración. Tampoco se trataba de pararse los pocos pelos y pintárselos de color chillón y dejarse los pantalones por debajo de las nalgas… Además mi gusto por el heavy metal y mi desprecio por la música electrónica siguen intactos, la banda sonora de los adictos al amor químico y la visión ácida de un nuevo mundo feliz no me interesa por ahora y menos con proclamas politizadas.
Al concierto de Iron Maiden no fui, me era imposible sufragar el monto de la entrada... Era un desempleado que había pagado caro el precio de dejarse largo el pelo y actuar conforme a los derroteros de la perversa imagen pública de una caterva de ídolos de barro que hoy día no son más que piezas removibles en la industria del espectáculo, en una de las múltiples variantes que se encuentran en oferta en el mercado.

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